La experiencia de abducción «extraterrestre» como iniciación esotérica (2)

La experiencia de abducción «extraterrestre» como iniciación esotérica (2)

Los que escuchan cosas del cielo

En esta época muy “newager”, quien más, quien menos, ha oído hablar de los shamanes indígenas y sus experiencias. Sólo una lectura superficial a este problema tan complejo podría llevar a creer que todo se reduce a una melánge de visiones provocadas por alucinógenos, creencias supersticiosas e ignorantes, estados estresantes de tortura física y mucho folklore. Todo antropólogo que haya seguido de cerca la experiencia shamánica sabe que ocurren sucesos que, por más positivista que sea su actitud, señalan que “algo” pasa, con “algo” se conecta el hechicero. Si las profundidades del Inconsciente, el mundo de los espíritus o dimensiones paralelas, es tema de discusión, pero las capacidades psicofísicas, los conocimientos premonitorios y clarividentes, las experiencias psicokinéticas, termogenéticas e hiloclásticas observadas no son tema de debate. Y, ciertamente, estos shamanes comparten un portal a un ámbito trascendente con los lamas del Tibet o los místicos occidentales en olor de santidad.

El primer paralelismo que encuentro entre la experiencia shamánica (quede claro que de aquí en más englobaré bajo este nombre un abanico muy amplio de experiencias y realizadores, donde categorizaré, sólo a título de simplificar, como “shamán” desde un Alce Negro hasta un San José de Cupertino) es la suspensión de la incredulidad. Durante la experiencia, los testigos de OVNIs aceptan como cosa común y corriente no sólo características de la aparición que resultarían chocantes con otra perspectiva, sino ciertas anécdotas que, devenidas dentro del episodio, no les llaman la atención: relojes que en sus muñecas corren “al revés”, falta de sombras o capacidad de hacer pasar cosas sólidas a través de otras son en ese contexto aceptadas como “normales”, aunque fuera de la experiencia llamen poderosamente la atención. Tomando en cuenta el arquetípico Miedo a lo Desconocido, tan propio del ser humano, experiencias que deberían ser psicológicamente terribles para cualquiera son aceptadas emocionalmente sin dificultad por los protagonistas. Aquí me pregunto si no estamos frente a otra conexión entre Parapsicología y Ovnilogía: la dicotomía “corderos” versus “cabras”.

Cuando la credulidad es una destreza

Fue el padre de la Parapsicología científica contemporánea, el biólogo norteamericano Joseph Banks Rhine quien allá en los años ’50 llevó a cabo una serie de experimentos muy interesantes. Separó un grupo de estudiantes universitarios según su actitud frente a lo paranormal: a los “creyentes”, los denominó “corderos”; a los escépticos, “cabras”. Y sometió ambos grupos a sus matemáticos y confiables tests de percepción extrasensorial. El resultado fue por demás sugestivo: sin posibilidad de subjetividad en la interpretación ni de proyección de creencias previas, definitivamente los “creyentes” obtuvieron, siempre, porcentajes de aciertos muy por encima del azar, mientras que las “cabras” rara vez alcanzaron ese piso. La conclusión era obvia: las creencias –diríamos, la emocionalidad- es como una espita que permite u obstruye la manifestación de fenómenos Psi. En consecuencia, proyectando estas conclusiones al terreno de los OVNIs, podemos afirmar que el hecho que los “creyentes” protagonicen más fenómenos que aquél incrédulo que sostiene gozoso que “nunca vio nada raro”, no se debe a actitudes pseudoalucinatorias del primero sino a un desenvolvimiento particular de las categorías descriptas de perceptores. En consecuencia, reconocemos aquí una parte de la mente del perceptor que actúa, ora como sintonizador, ora como perceptor, ora como amortiguador, ajeno a la conciencia del Ego. Un “yo” –en singular para diferenciarlo, por el momento, del Yo como Conciencia del Sí Mismo- que nos pone en contacto con el fenómeno, facilita su percepción –ajena a otras personas circunstanciales; no es, por tanto, la percepción física ordinaria- pero al mismo tiempo salvaguarda del efecto traumático del choque cultural que significaría darle ingreso a nuestra historia vivencial sin ”ajustarlo”.

Más acá de la mente

Es muy común –exageradamente común- leer con distinta suerte todo tipo de comentarios respecto a los “ilimitados” poderes de la mente, las maravillas de que es capaz (y que ignoramos) y sus sorprendentes recursos. Y sin menoscabar todo ello –no sería, por obvias razones, justamente yo quien lo haría- creo que es necesario en honor a la verdad poner ciertos límites y enmarcar dentro del sentido común algunas apreciaciones, por lo menos aquellas atinentes a las cuestiones que estamos abordando aquí.

Porque creo que se exagera gratuitamente la presunción de que cualquier evento “extraño” que un individuo protagonice puede ser atribuido a la mente, como si ésta fuera una galera de prestidigitador, como si por arte de birlibirloque la misma fuera capaz de las más extrañas evocaciones, mediante las cuales creemos poder reducir todo hecho insólito a la difusa categoría de “alucinación” o “visión” sin más preocupación, y sin, por lo visto, la sana reflexión respecto de si la mente ha sido después de todo realmente capaz de producir aquello que le atribuímos.

Rostros desconocidos acuden a mi mente durante un sueño, o en estado de “alucinación hipnagógica “ –la que ocurre cuando estamos por quedarnos dormidos- o “hipnopómpica” –la que acude apenas nos despertamos. Nos consolamos diciéndonos que, seguramente, es “una creación de mi mente”, por lo tanto falsa e ilusoria, y no le damos más importancia, seguros que nuestra mente nos ha jugado una mala pasada y que esos personajes no “existen”, en ningún plano de existencia del que estemos hablando. O soñamos que nos paseamos por una casa que sabemos que es “nuestra” casa, pero no se parece en lo más mínimo a la “real”, o visitamos una ciudad que, aunque reconocemos, no aparenta ser como sabemos en vigilia que es. Y nos despertamos, musitamos algo así como “pero qué cosas raras hace la mente” y pasamos a ocuparnos de tareas más terrestres. Y se nos acaba de escapar algo fundamental.

Porque si la mente “construye” los sueños y las alucinaciones –aceptemos la postura oficial de la Psicología- como dramatización de represiones, o eclosión de deseos, es decir, responde a la necesidad de satisfacer ciertas expectativas del Inconsciente, lo lógico es que lo construyera con material conocido y no desconocido. Si evoca rostros, por un principio de economía energética –válido también en la esfera psíquica, más aún si el escéptico detractor es un mecanicista y positivista- ¿no deberían ser rostros de personas conocidas ante que soberanos extraños?. Si para entretenerse durante el dormir la mente decide irse a pasear a cierta ciudad que conoce, ¿no sería lógico que la reprodujera más o menos como es en realidad?. Entonces, por aquél maltratado principio de economía de hipótesis, cabe preguntarse: si la mente se toma el trabajo de “representar” rostros desconocidos o lugares ajenos a su conocimiento, ¿no será que, por vías que escapan a los alcances de este trabajo, toma esa información de “otra” realidad?. Todo esto sugiere una decisión deliberada por parte de lo que construye los sueños, otra parte de la mente que no es la mente, un “yo” distinto a los otros “yoes” que venimos considerando, cuyo propósito se me escapa.

Reflexiones que pueden hacerse extensivas también a la casi innata actitud pública de considerar que quienes son testigos presenciales de apariciones fantasmales, en, pongamos como ejemplo, un antiguo castillo, son en definitiva víctimas también de las trampas de sus propias mentes. Pero la pregunta que me hago es: si las visiones de aparecidos, espectros y fantasmas son simplemente alucinatorias, ¿porqué distintas personas, generalmente desconocidas entre sí y en ocasiones en épocas temporales distintas, alucinan lo mismo?.

 

(Continuará)

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