Uspallata: un Shangri-La ufológico

Uspallata: un Shangri-La ufológico

“Ventana” de manifestaciones OVNI. Sitio ceremonial con energías aún emergentes. Una ciudad pretendidamente subterránea. Un espacio que inspira “en sueños” a las personas sensibles. Un paisaje arrebatador, hindúes y Brad Pitt. Eso es Uspallata.

El desértico aspecto de Uspallata.
El desértico aspecto de Uspallata.

Por si el lector lo ignora, Shangri-La remite a una región ideal y paradisíaca del folclore asiático; un ámbito de seres trabajando por su evolución y donde aquellos humanos que buscan respuestas puedan darse la oportunidad y el espacio de obtenerlas.

Algo de eso, cuando menos desde el ámbito de la Ovnilogía se manifiesta en el valle de Uspallata, provincia de Mendoza, Argentina.

Llegué allí gracias al esfuerzo y entusiasmo de dos amigos en estas lides, Esteban Pieroni y Hernán Zeidan, con familiares y otros allegados, en el marco de una semana de actividades, algunas en la propia ciudad de Mendoza y otros días enfocados a investigar apenas la superficie de un espacio de inconmensurable fenomenología emergente: efectivamente, OVNIs, espacios sagrados ancestrales, mitos y leyendas, expresiones artísticas canalizadas desde los planos sutiles y hasta una hipotética ciudad intraterrena: Uspallata tiene ecos de Capilla del Monte (al pie del mágico cerro Uritorco, en la provincia de Córdoba) pero sin el mercadeo y la pulsión turística que caracteriza a la misma.

El autor y Esteban Pieroni, en la cima del «cerro de los Siete Colores», en Uspallata.

De hecho, los lugareños —los “NyC” y los que encontraron allí su lugar en el mundo— son hasta hoscos con el forastero que plantea estas inquietudes. Es necesario acercarse con cierto tacto, generar su confianza como para que comiencen a ser más verborrágicos y relaten historias de “luces” paseándose en la noche, de entidades no físicas entrevistas en los páramos, de mensajes en sus sueños. Aún más y avanzando: realmente no quieren que el lugar se convierta, precisamente, en un sucedáneo de Capilla del Monte.

Y en algún punto es inevitable entrever la razón: cualquiera que se pare en el mero centro del valle, observe la Cordillera de los Andes de un lado, la “pendiente regional” que del otro se eleva en precordillera y atisbe allá, a lo lejos, las primeras cabañas dispersas que con fines vacacionales han comenzado a levantarse no dejará de intuir que en un futuro próximo las incipientes urbanizaciones pueden comenzar a multiplicarse en la belleza del lugar, que con esa mágica atracción del desierto cautiva a los ojos y al espíritu en la trampa de sus silencios.

De esos días traje, primero, nuevos amigos. Luego, multitud de casuística y anotaciones que ameritarán más pronto que tarde una segunda prospección intensa en el lugar. Y finalmente, una propia, nueva experiencia de observación OVNI.

Reconstrucción artística aproximada de la observación OVNI.
Reconstrucción artística aproximada de la observación OVNI.

¿Portales ancestrales?

Todo paraje tiene sus historias de espíritus, fantasmas, aparecidos, seres a mitad de camino entre la realidad y la fantasía, cuentos de abuelas para mantener a los niños en sus camas. Uspallata no podía ser ajeno a ellas y por eso mismo no me voy a detener, hoy y aquí, en lo que cualquiera puede encontrar googleando y sin mucha expectativa de originalidad respecto de lo que le contarán sus vecinos, como dije, en cualquier parte del mundo. Por eso, lo que hace a este lugar tan atractivo es lo que no encontramos (o difícilmente lo hacemos) en otras latitudes. Por ejemplo, la posibilidad de acceder a lo que —sospecho— fue un enclave geográfico de particulares características energéticas o espirituales para las culturas primigenias que habitaron en el lugar.

Tradicionalmente se atribuye a la etnia Huarpe la ocupación de la región (en realidad, en buena parte de la propia provincia de Mendoza, parte de San Juan y San Luis) y se ha señalado continuidad habitacional —aunque no todos los académicos se ponen de acuerdo en la genealogía étnica— desde el 10.000 a. C. (recordemos que no demasiado lejos de esa región, en Intihuasi, San Luis, se ha certificado presencia humana ya en el 9.000 a. C.) lo que hace a esta zona uno de los puntos habitables más antiguos del continente americano (ciertamente, se ha encontrado en el sur de Estados Unidos, Brasil y en el extremo austral de la Patagonia evidencias de 40.000 a. C. y más, pero a la zona a la que nos estamos remitiendo se le atribuyen dos características destacadas: la amplia extensión habitacional de esa antigüedad y su continuidad hasta tiempos muy recientes). Mucho más próximos en la Línea del Tiempo, Uspallata fue el límite sur del Kollasuyu, la provincia sureña del Tawantinsuyu o nación inkaica, aunque su presencia en estas áreas fue bastante tardía y durante no más de unos sesenta años. Así lo demuestran, por ejemplo, las ruinas de Tambillos y Ranchillos, “tambos” o postas incaicas que indican la extensión del “camino del inca” o Qhapaq Ñan , la formidable red caminera que partiendo de Q’osco (Cusco) se extendía en todas direcciones con “tambos” cada veinte kilómetros y cubriendo más de 30.000 km (5.200 km en el eje central y el resto en ramificaciones secundarias).

El famoso «camino del inca». Aquí, en dirección a Machu Picchu.

La relación entre huarpes e inkas fue ambivalente. En algunos años, de negociación; en otros, de sujeción y hasta franco enfrentamiento. De hecho, los inkas abandonan la región por la irreductibilidad de los locales, y se han conservado tradiciones orales que cuentan que durante los combates entre huarpes y los invasores, “los dioses locales, como ‘bolas de fuego’, danzaban sobre ellos”.

En este escenario, sobresale un centro ritual muy poco conocido a nivel público, hoy: el cerro Tunduqueral, tres pequeños morros de no más de cincuenta metros de altura que se elevan en el epicentro del valle mismo (toma su nombre del «tunduque», un pequeño ratón de la zona que acostumbra a excavar túneles y moradas bajo la superficie del suelo poco consolidado que suele ofrecer desagradables tropiezos al caminante al pisar y desmoronar la débil superficie horadada).

Acceso al área arqueológica del cerro Tunduqueral.
En otro de los morros, una sugerente imagen antropomórfica. La interpreto como una «visualización» de energía ingresando por el chakra coronario.

En este cerro, en el más pequeño de los tres morros, existe una profusión de petroglifos, abundante imaginería alegórica y simbólica en su mayoría, hecha por no se sabe quién no se sabe cuándo. Seamos realistas: algunos académicos las ubican entre los años 400 y 1.400 de nuestra era, no por datación de los petroglifos en sí (que no puede hacerse) sino por el «contexto», es decir, por el hallazgo en las proximidades de enterratorios, residuos ocupacionales, etc. Lo que es una buena data, sí, pero no zanja definitivamente la presunción de que algunos petroglifos puedan ser enormemente más antiguos.

Varios detalles llaman poderosamente la atención. Por un lado, como dijimos, que su naturaleza es casi completamente simbólica: no representan escenas de caza ni recolección, lo que hace suponer que se trataba de un área naturalmente “chamánica”, quizás tallados bajo la acción de alucinógenos (en la zona era conocida desde época inmemorial la “chilca” que combinada con otras plantas, como la jarilla, tiene esas propiedades). En cuanto a la confección, se obtenía por raspado sobre una primera capa habitual en las rocas de la región, capa de color oscuro, casi negro, provocado por la natural oxidación y que se conoce como “pátina del desierto”. Justamente por esto no se puede datar: a diferencia de una «pictografía» (pintura sobre piedra) donde la datación es factible por los componentes orgánicos de los colorantes empleados, el raspado o tallado de la roca es indetectable en términos cronológicos.

Petroglifos de Tunduqueral.

Pero algo me tenía sumamente intrigado: ¿por qué los petroglifos estaban «allí», es decir, en ese pequeño morro y no, por ejemplo, en los otros dos, más imponentes, más amplios, con mayor espacio físico para trabajar? En ellos han encontrado apenas un puñado, unos cinco o seis, dispersos. Aquí, en esta protuberancia menor sobre el terreno, se encontraban abigarrados. Me dicen porque —siempre en el campo de las suposiciones— desde el mismo se está en el centro del valle, pudiendo mirar en 360º la región. Estuve allí, en la cima (donde no permiten, por conservación y por el peligro físico que implica, subir a los turistas; en nuestro caso se dio una contingencia que enseguida explicaré- y puedo dar fe que no se tiene una visual de 360 grados. Precisamente, el gran morro más inmediato «roba» unos sesenta grados de perspectiva. Tendría que haber otro motivo. Ya hablaré del que supongo.

Antes, digamos que los petroglifos conservados (otros han sido destruidos) se agrupan en dos o tres grupos principales aunque los “dispersos” son igualmente interesantes. Como el llamado «El Cabezón» por unos y «El Extraterrestre» por otros: una entidad humanoide que «parece» tener una enorme cabeza de la cual sale una antena. No creo que sea un extraterrestre: fuera de que no entiendo por qué tantos dan por sentado que los extraterrestres deben tener «antenas” siempre —como un mal cómic de ciencia ficción de los años ’50— y por otro lado sé que en estos horizontes culturales los seres antropomorfos (ellos incluidos) se representaban sin torso, es decir, una cabeza de la que salían directamente brazos y piernas. Y eso es lo que muestra “El Cabezón”; se discierne el rostro en lo que parece el “cuerpo”, con lo cual todo lo que circunda más arriba es más bien un “halo”, a similitud de los santorales o quizás algo similar a las visualizaciones “áuricas”.

«El Cabezón».

Pero no nos detengamos aquí. Sigamos (metafórica y físicamente) deslizándonos entre las rocas y llegaremos a uno de tantos interrogantes: la roca vandalizada.

La roca vandalizada. Obsérvese hacia abajo y a la derecha el corte extraído; más al centro, la pintura amarilla.

Es cierto que en otro de los morros pudimos observar la existencia de enormes bloques desprendidos a propósito, especulan unos que por disparos de prueba de artillería del Ejército (todo ese territorio supo ser terreno militar) sobre las elevaciones, ignorantes de lo que estaban dañando colateralmente, o bien por haber sido el lugar elegido como cantera de material durante la construcción del camino antiguo a Chile (que pasa a pocos centenares de metros y por el cual efectivamente se llega al cerro). Pero en el punto donde se encuentran los petroglifos que me fascinan (por si aún no se dieron cuenta) esto no ha ocurrido. La vandalización ocurrió en una roca específica, que mostramos aquí. Y en dos etapas.

Desde la altura, la roca vandalizada.

En la primera, hace unos quince años, alguien picó la piedra y cortó y retiró toda una sección, abajo a la derecha. Tal vez como souvenir, tal vez para venderla en el mercado negro. Pero como si no bastara, hace unos tres años alguien se llegó al lugar —aún no existía la (limitada) vigilancia de que dispone hoy en día— y directamente arrojó sobre las imágenes pintura amarilla: vació un recipiente y salpicó todo lo que pudo las demás.

¿Para qué alguien cometería semejante salvajada? La explicación que se da a regañadientes a los turistas preguntones vincula el delito con razones “políticas”, lo dan a entender pero se sienten incómodos de entrar en precisiones. Algo así como un “atentado cultural” de una facción a las autoridades comunales de entonces. El desagrado en detenerse sobre las explicaciones cuando las pedí fue la señal de que ni ellos la creían, como comprobaría poco después.

Existen más petroglifos que se pueden observar en fotografías del lugar y de textos académicos, pero no son accesibles para el visitante. Salvo cuando ocurren cosas como la que les voy a contar.

Mis lectores más conspicuos saben que me apasiona la Radiestesia. Con derecho a pensar como deseen, otros observarán que no es evidencia confiable sino subjetiva. Están en su derecho, pero me es indiferente. Y quienes hayan practicado la misma me comprenderán perfectamente. De manera que la pasión por llevar péndulos, “dualrods” (varillas radiestésicas) y otros artilugios en las investigaciones “de campo” es irrefrenable. Así que allí, en el cerro, cavilando sobre —puntualmente— por qué habían elegido ese morro menor y no los otros más significativos, me pregunté si habría algunas características energéticas “especiales” en el mismo. Fui por mis elementos radiestésicos y me dispuse a trabajar tras pedir autorización a los vigiladores del lugar.

Evaluando radiestésicamente en el cerro.

Ubicado en el punto más alto y extremo al que se permite el paso del público, separado un par de metros de los petroglifos, comencé mi trabajo. Varillas y péndulo permanecieron “muertos”: no había nada significativo —en términos de energías o particularidades no físicas— que ocurriera en el lugar. Pasé entonces entre las rocas, ubicándome frente a “El Cabezón” y a pocos centímetros de la roca “vandalizada”… y casi caigo sentado sobre las piedras: las varillas se cerraron violentamente; el péndulo enloqueció.

Durante los minutos siguientes repetí (sin comentar detalles a mis compañeros para evitar la retroalimentación de la sugestión) lo que estaba percibiendo y el resultado era el mismo. En un punto, nada. Me movía un metro hacia el “centro” de la mole y los aparatos enloquecían.

Llamamos entonces a uno de los cuidadores —Sergio— para comentarle esto y vimos todos cómo su rostro cambiaba radicalmente de expresión; eso que comenté al principio de la nota respecto a cómo comienzan a contarte “detalles” que antes habían obviado cuando se crea un clima de confianza. Por respeto a Sergio no me extenderé (aquí) sobre lo que nos relató; él mismo se esforzaba en relativizarlo en todo momento diciendo que eran sólo “cuentos”. Pero alcance a ser suficiente relatar que su historia condecía plenamente con la teoría que expondré aquí.

Fue en ese momento cuando nos ganamos el derecho de llegar donde ningún turista lo hace, y comenzamos a ascender con extremo cuidado el promontorio, no tan alto pero tan escabroso y cortado a pico que un traspié sería la muerte segura. Pasamos frente a “la Macchi” (una figura femenina, visible desde cierta distancia por el camino de acceso, considerada la “guardiana” espiritual del lugar) y a otros grupos de símbolos tallados en la roca y no visibles desde el espacio reservado al público. Ascendimos más, y llegamos a la cima. Allí pudimos observar el diseño que llaman “el inca”: un ser humanoide con un torso cuadrangular cruzado por una gran “X”, que parece llevar un cuadrúpedo de la brida. La interpretación de los arqueólogos es sencilla: como el torso del ser recuerda los “ponchos” inkas y la “X” sus guardas decorativas, debe tratarse de un inca, precisamente, llevando un camélido doméstico (alpaca, llama o vicuña). Claro que es discutible. Yo puedo decir que lo único que a ciencia cierta veo es un ser antropomorfo con un gran torso cruzado con una “X” y un cuadrúpedo (si llama, perro, caballo o lo que fuere es a criterio del observador). Aún más: es el único petroglifo que mira, en la parte más alta, directamente al cielo.

El «inka con camélido».

Durante toda la ascensión me detuve en distintos puntos a chequear con mis elementos de radiestesia. Y de pie en el punto más elevado (junto al petroglifo del pretendido “inka”) pude ver algo que me maravilló: desde ese lugar, la roca “vandalizada”, abajo a unos 20 metros de distancia lineal, inclinada como estaba un tanto, claramente exhibía al sol sus diseños, perfectamente “legibles”, como si estuviera al alcance de la mano. No pude dejar de pensar en el atril que sostiene cómodamente la partitura de un músico frente a él mientras ejecuta su instrumento. Y entonces, aceptando que si un poco más allá mis elementos no detectaban nada pero un poco más aquí sí lo hacían (y muy fuertemente) es porque me encontraba dentro de una “columna de energía”. De modo que reuní estos datos:

  • A medida que ascendía, el péndulo, al enfocarme en la pregunta: “¿Cuál es el movimiento de esta columna de energía?” el comportamiento del mismo siempre era positivo cuando pensaba en el “arriba hacia abajo” y negativo cuando lo hacía en el “abajo hacia arriba”. Claramente, era una columna de energía descendente, si se me permite, “del cielo a la tierra”.
  • En los distintos testeos del ascenso, las varillas radiestésicas alternaban su sentido de movimiento: en un punto, se cerraban sobre sí mismas. En otro, se abrían violentamente. Ese comportamiento tiene una sola explicación: esa energía descendente se mueve en espiral.
  • El punto más “intenso” era el tope mismo del cerrito. Precisamente allí, donde, de pie, contemplaba hacia abajo con tanta comodidad la roca vandalizada. Y entonces, se me ocurrió esto: ¿y si esa roca era el “manual de instrucciones”, el “ayudamemoria”, la “guía de pasos” para alguna operación o ceremonia en esta cima, que el chamán podía fácilmente leer para orientarse y no perderse, quizás con las oraciones a repetir, los pasos a dar, las claves que abrir? Entonces la vandalización cobraba sentido: impedir que otros tuvieran acceso al conocimiento de los pasos que “abría” ciertas situaciones en el lugar. Habían roto la cerradura dejando la llave trabada.

Llegado a este punto, no puedo ir más allá, no porque no lo deseara sino porque hasta ahora es el único contexto que he podido construir para ese lugar. No dudo que al profundizar nuestras investigaciones comenzaremos a entender otras cosas.

Apariciones OVNI

Como ya he escrito, en todo el área se habla de “luces nocturnas” ahora y desde siempre. Empero, dirigimos nuestra atención a un lugar ubicado un poco más al norte, ya cruzando la frontera con la vecina provincia de San Juan: Pampa del Leoncito.

Mapa de la Pampa del Leoncito.

Pampa del Leoncito es un área que supo ser fondo de un lago, en realidad de un “barreal” —laguna de muy poca profundidad, de aguas limosas, que episódicamente se evapora y termina completamente desecada— donde hoy en día, por lo plano del lugar y la falta hasta de vegetación en un radio de varios kilómetros, suficientes para que —sumado a los fuertes vientos que le azoten— sea la meca de los practicantes de “carrovelismo”, cuyas marcas de neumáticos son claramente visibles sobre el terreno. Y este desierto dentro del desierto, ubicado a pocos kilómetros de un pueblito llamado, precisamente, “Barreal”, ha sido desde siempre conocido por los extraños eventos que suelen ocurrir allí.

Pampa del Leoncito (de día).

Debo hacer aquí un paréntesis y comentar cómo, desde semanas antes de viajar, una sensación de alegría y expectativa me venía embargando. Mendoza y San Juan han sido zonas históricamente relevantes de la casuística OVNI nacional y aunque con el paso del tiempo la memoria colectiva los sepulta, allí corrieron hechos relevantes, como el episodio “Peccinetti – Villegas”, los dos empleados del Casino provincial que en 1968 tuvieron un Encuentro Cercano de Tercer Tipo con un grupo de “ufonautas”. Y los que acumulamos décadas en estos temas recordamos con nostalgia publicaciones como la legendaria revista “2001”, o el popular programa de televisión “Sábados Circulares”, del conductor “Pipo” Mancera, que le dieron espacios relevantes, todo lo cual sin duda contribuyó a tallar nuestra pasión por la Ufología. De modo que regresar —había estado en la zona por última vez en 1991, cuando ascendí al cerro Aconcagua— tenía hasta un componente afectivo.

Pero había más. Un episodio anecdótico si se quiere, pero de gran implicancia.

Esteban me había hecho llegar tiempo antes un “paper” académico, disponible para ustedes en este enlace, publicado en el Nº 11 de la revista “Intersecciones en Antropología”, editada en 2010 por la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad Nacional del Centro de la Provincia de Buenos Aires, bajo el sugerente título de “Calingasta “X-file”: reflexiones para una antropología de lo extraordinario”, escrito por el antropólogo Diego Escolar. En el por momentos denso y (a mi parecer) gratuitamente inextricable lenguaje académico (que parece más científico cuanto más ambiguo en el proceso de querer ser más preciso en la definición, proceso lingüístico que es un verdadero oxímoron en sí mismo) Escolar hace hincapié en las experiencias que él mismo, junto a unos acompañantes, tuvieron en Pampa del Leoncito: la reiterada observación de luces con comportamiento inteligente. En ocasiones, luces lejanas sobre el horizonte; en otra, grupo de luces. Aún más, en un caso, una masa luminosa a la que calcular unos tres metros de diámetro, “más grande que un auto pequeño”, muy próxima a ellos. Que un académico lo admita por escrito y públicamente, es encomiable. Y que el tribunal científico que acepta (o no) la publicación de un “paper” lo acompañe, es, todo debe decirse, para despejar los escritorios, ponerse de pie sobre ellos y aplaudir. No puedo evitar señalar que, aun así, se observa que pasó un año desde la presentación del escrito hasta su publicación, aunque quizás esto se deba a que estas publicaciones son semestrales, o a veces anuales al vaivén de los alicaídos presupuestos universitarios.

Lo repito para que se tenga constancia de su importancia: un académico, en una publicación académica (no es un pasquín cualquiera) relata haber observado OVNIs. Guste o no, de eso se trata: luces no identificadas y —él mismo lo dice— con “comportamiento inteligente”. Como antropólogo, brinda sin darse cuenta un enorme aporte a la Ufología, al definir claramente qué queremos decir cuando hablamos de “comportamiento inteligente”. No solamente que reacciona —por aproximación o alejamiento— a las señales que se les hace: Escolar relata cómo las “luces”, que en un momento parecen permanecer expectantes, cuando ellos se pierden en la noche comienzan a ”huellearlos” (expresión vernácula que significa buscar o seguir las huellas) que sus caballos habían dejado, hasta localizar a los observadores nuevamente. Es decir, la inteligencia tras las luces tenía una capacidad de abstracción y simbolización, pues relacionaba las huellas con las personas que las produjeron. Esto parece menor; no lo es, ya que tipifica la expresión “comportamiento inteligente”.

Accedan libremente a ese trabajo y tómense el tiempo de leerlo. Podrán observar también cómo luego de las descripción de los hechos, Escolar dedica el resto del trabajo a la construcción argumentativa que le permita dilucidar el conflicto entre la objetividad del científico y la subjetividad del relator o del testigo. Creo que no lo logra. Tal vez debería simplemente aceptar y enriquecerse con la vivencia sin el filtro de la justificación.

El punto es que, estimulado por su relato, decidimos hacer “vigilia OVNI” en ese lugar. Teníamos la idea de llegar con luz de día para evaluar el terreno; las actividades de una jornada intensísima no nos permitieron hacerlo, e ingresamos en dos vehículos a la Pampa pasadas las 10 de la noche. Luego de las dos primeras horas sin más novedades que recorrer el lugar, identificar algunos puntos que parecían interesantes, una luz sobre el horizonte comenzó a llamar nuestra atención en forma individual: habían pasado algunos minutos cuando comenzamos a compartir nuestras impresiones, atentos que estábamos todos a no confundir una luz cualquiera con algo misterioso.

Allí estaba: unos diez grados sobre el horizonte, en dirección norte, hacia el extremo más aguzado de esa “pluma” que pareciera la Pampa a vuelo de pájaro. Un punto luminoso, intenso, blanco, que se columpiaba —o eso parecía— hacia un lado, hacia el otro. Cuando comenzamos a hacerle luces, se alejaba. Al sumirnos en la oscuridad, se aproximaba.

Estuvimos así más de una hora. Decidimos entonces, en el proceso de descartar todas las explicaciones naturales y convencionales, tomar la ruta a Barreal colindante —desértica, sólo un puñado aislado de vehículos pasaron en toda la noche— y movernos por ella bien hacia el Norte buscando ver si había un foco lógico de la misma o acercarnos a ella desde esa dirección. Lo hicimos hasta donde la ruta, como se observa en el mapa, dobla a la izquierda y se “cruza” frente a la Pampa. Allí descendimos pero las anfractuosidades del terreno, las quebradas y elevaciones, no permitían ver nada más allá de un par de centenares de metros. Sin embargo y al parecer, ninguna construcción, nada previsible en esa dirección, de manera que subimos a los autos y regresamos al punto original de observación. Durante una media hora más la “luz” siguió moviéndose (le hicimos señales con linternas, con láser, con los faros de los automóviles; todas las veces, cuando encendíamos nuestras fuentes de luminosidad, se alejaba o simplemente desaparecía. Al apagarlas, retornaba). Incluso, en un momento, subimos a los autos y emprendimos un desplazamiento en dirección norte por la Pampa misma, algo así como unos seiscientos o setecientos metros hasta que cierta vegetación y fracturas del terreno hicieron desaconsejable continuar al no tratarse de vehículos preparados. Luego, la luz siguió permaneciendo, pero inmóvil, y a las dos y media de la mañana, decidimos emprender el regreso a nuestra “base”, en Uspallata, distante 115 km para descansar algo; otro día de actividades intensas nos aguardaba.

Hay varias cosas que debo señalar aquí. La primera, comprobar una vez más que ser investigador OVNI no tiene nada que ver con ser testigo OVNI. La adrenalina, el entusiasmo, hace que en el acto los recursos “metodológicos” sean secundarios. De forma que nos prometimos esperar hasta el día siguiente en que, más tranquilos y con las mentes más claras, re-evaluaríamos lo ocurrido.

Está pendiente regresar al punto, tanto de día como de noche, para contrastar la experiencia con la observación, sobre todo determinar si no existe alguna fuente humana de luz, dado el amplio radio de ubicación estimado que no podíamos precisar. Pero no fueron los faros de un auto en la ruta (éstos hubieran tenido un desplazamiento lateral y además, no durarían en un punto tanto tiempo), ni una señal de tránsito reflectante. Al otro día un lugareño comentaba con una sonrisa que, justamente, las “luces” suelen mostrarse sobre el horizonte. Estamos aún evaluando si pudo ser una “inversión de temperatura”, la difracción provocada por una tierra que emite calor de noche a una atmósfera más fría (la temperatura ambiental era en esos momentos de 8 ó 9 ºC, aunque hay que sumarle —o restarle, como quieran verlo— la sensación térmica por las fortísimas ráfagas de viento) y así, una fuente de luz “normal” cerca del horizonte, al ser vista a través de la turbulencia de capas de aire alternadamente caliente y fría presentaría un comportamiento errático. Es posible. Pero que sea posible no significa que sea cierto. Lo único cierto, hasta ahora, es que vimos un OVNI y que es consistente con lo que la gente dice haber visto en el lugar.

Mapa del sismo citado.

Pero hay algo más. Esta observación fue en la medianoche y madrugada del 9 al 10 de mayo de 2019. En la madrugada del miércoles 15, apenas cinco días después y exactamente en el mismo sitio —como se aprecia en el otro mapa— hubo un sismo de magnitud 5,5 en la escala Richter, con epicentro en las inmediaciones del Barreal. Todo ufólogo sabe de la consistencia estadística (independientemente de las interpretaciones que hagamos de esto), de la correspondencia entre terremotos y observaciones OVNI o, deberíamos decir, en zonas sísmicas en cercanías temporales de nuevos terremotos. Qué significa, no lo sé; sólo lo señalo.

Arte conjugando sueños fantásticos y saberes de otros planos

Algunos lectores juzgarán estos párrafos ajenos al espíritu de esta nota, es decir, ámbito propio de lo enigmático, lo cósmico o lo paranormal. No estoy tan seguro. De todos modos, una recorrida por el “Uspallata mágico” no podría excluir el intrigante parque escultórico de la familia Marañón y su recorrido.

Fausto Marañón es un artista plástico multifacético, escritor, baqueano de estos lugares y del mundo. Puede conocerse su obra como la de su familia en Facebook, por ejemplo, buscando Parque de las Artes Marañón, o en www.fundacionmaranon.com.ar y está ubicado en la ruta nacional 149, km 15. Allí, en el medio de la nada, Fausto, inspirado quizás en sueños, quizás en amaneceres y atardeceres, quizás —sospecho— en visiones con mucho de trascendente, plasma en esculturas (muchas de ellas casi monumentales) lo que luego busca insertar de manera armoniosa y equilibrada con el paisaje. La experiencia visual es visceral: con la amable guía de Yamila, hija de Fausto (artista como él, creadora de algunas obras allí, casi a punto de subirse a un avión para participar de una exhibición en París) la recorrimos. Aquí aplica también lo que dije antes: con un lenguaje hablan a los turistas de paso. Con otro, muy distinto, a los viajeros que saben detenerse. Espero comprendan la sutil diferencia.

Yamila Marañón, a la entrada de uno de sus laberintos. Si la foto les parece movida, lo está: estoy trepado a horcajadas sobre Lucas, un voluntario que se ofreció a levantarme en andas para tener más perspectiva del lugar…
Juego de luces en los laberintos.

No haré aquí una descripción de las maravillas de ese parque. Déjenme simplemente compartirles algunas fotos propias, imaginar con ustedes cómo se verán las mismas bajo ciertas condiciones calendáricas o astronómicas y relatar mi sorpresa, por ejemplo, cuando visitamos los laberintos del lugar (hechos acumulando piedras con enorme paciencia por la misma Yamila y con una visión extraordinaria dándole fuerzas) y escuchar que ella, que nunca pisó México, siente, en el proceso de construcción de uno de esos laberintos, que “ciertas diosas” debían irse manifestando allí, “diosas” que ignoraba —cuenta— a medida que avanzaba y cuya manifestación esperaba noche tras noche (parece ser un cáliz de sus propios sueños). Y hete aquí que la primera que se manifiesta dice llamarse Coatlicue. Ella la desconocía y tuvo que buscar un poco para tener una idea de quién era. Coatlicue. Ustedes, lectores míos, ya conocen mis trabajos de investigación y difusión en el camino de la Toltequidad, mi pertenencia a kalpullis, mi camino temazcalero: sólo imaginen el respingo que di cuando escuché el nombre de ella, “la de la falda de serpientes”.

Nada comenté a la artista sobre mi humilde conocimiento de la cultura ancestral mexhica-tolteca, en parte por no intoxicar su mirada con mi propio parecer, en parte para dejar el espacio virgen para continuar escuchándola reflexionar sobre el punto en algún futuro sin preconceptos. Sólo seguimos en grupo desandando los laberintos y disfrutando sensorialmente del lugar.

Pero a todo esto, algo seguía inquietándome. Gracias al querido amigo y calificadísimo investigador español Ramón Navia-Osorio, supe, a través de su fantástico libro “Dimensiones en el planeta cobaya” de la existencia en el desierto de Atacama, Chile, más precisamente en la Pampa de Acha, entre las ciudades de Arica e Iquique, del conjunto de esculturas llamadas “Presencias Tutelares”, obras del artista Juan Díaz Fleming. Ramón no pudo contactar al artista, pero supo por comentarios de terceros que básicamente la fuente de su inspiración fueron sus sueños en este desierto.

En lo alto vigilan la Machi y la serpiente…

¿Algo similar llevará a Fausto Marañón y quizás a su familia a plasmar estas obras en otro desierto, en este caso el de Uspallata? Observando obras como “El Mirador de la Luna” y otros, su sola presencia con el fondo del desierto evoca irremediablemente las “Presencias Tutelares” y, admitámoslo, todas ellas, a ambos lados de la Cordillera, parecen evocar algo “no humano”.

Las «Presencias Tutelares» del desierto de Atacama.

La ciudad intraterrena

Sé de algunos lectores que llegarán con ansias a este párrafo cuando no simplemente salteándose todos los demás para comenzar por aquí. Voy a decepcionarles. Sólo dejaré constancia de que el mito existe y de que la intraterrena y supuesta ciudadela se llama “Isidris”. Si no me extiendo no es porque carezca de alguna aunque episódica información, ni porque descalifique el tema sino, precisamente, por lo contrario: realidad o ficción, la génesis de un mito tiene un valor, para mí y en términos de Psicología Profunda, inestimable y amerita un artículo sobre sí mismo, que es lo que estoy prometiendo hacer. Como Erks, como la ciudadela bajo el monte Shasta, volveremos sobre este particular con extensión. Sirvan estas líneas para contextualizar y dejar constancia de su existencia en el horizonte fantástico de Uspallata.

Quiero cerrar (por ahora) este trabajo señalando qué es lo que más me ha llamado la atención: precisamente, lo que denominamos “zona de ventana”. Un área, específica en términos geográficos, donde se congregan multitud de manifestaciones anómalas: OVNIs, centros ceremoniales indígenas, energías extrañas, mitos de una ciudad subterránea, expresiones humanas disruptivas del Sistema y expansivas de la consciencia —aguarda aún para mí— poder visitar el “Templo de la madre”, una extraña construcción hindú que fue inaugurado el mismísimo 21 de diciembre de 2012 (https://www.lilianagarciavazquez.com/templo-divina-madre—-uspallata-argentina.html) , o las comunidades holísticas que se arraigaron en el lugar, o… esta joya que voy a contarles ahora.

Templo de la «Madre Divina» en Uspallata.

Siete años en el Tíbet

Cartel promocional de «Siete años en el Tíbet».

Sin duda conocen ustedes esta película de Jean-Jacques Annaud y protagonizada por Brad Pitt, sobre la vida real de Heinrich Harrer, alpinista famosísimo austríaco, afiliado al partido nazi, que buscando escalar el Nanga Parbat queda atrapado por la Segunda Guerra Mundial y deambula por la India, Nepal y el Tíbet. En el proceso, se hace amigo de un niño, Tenzing Gyampó, el Dalai Lama que tan bien conocemos hoy, y continuaron siendo amigos hasta el deceso del primero. Bien, Siete años en el Tíbet fue casi íntegramente filmada en el Valle de Uspallata. Más aún, fue detrás del cerro Tunduqueral que se levantaron los decorados de una falsa Lhasa, los pocos hoteles de la zona copados por personal técnico, extras, productores… Y Brad Pitt (dicen; no me consta) alojado en un regimiento del Ejército para ponerlo lejos del acoso de la nube de admiradoras que cayó sobre Uspallata en esos días.

Cualquiera que haya recorrido el valle reconoce inevitablemente el paisaje en la película: la llegada al Tíbet de los expedicionarios muestra como fondo esa “pendiente regional” de la que hablé al principio del artículo. Y se va reconociendo, a medida que transcurre, hasta las rocas por las que hemos trepado. Incidentalmente, alguien tiene que corregir la entrada en Wikipedia sobre la película: no sólo no menciona a Uspallata sino que dice que varias escenas fueron rodadas “en el barrio La Plata de Buenos Aires”, error que repiten, incluso, algunos blogs de cine, a los que ya he enviado observaciones al respecto. Como cualquier argentino sabe, no hay un “barrio La Plata” en la ciudad de Buenos Aires y sí una “ciudad de La Plata”, capital de la provincia de Buenos Aires, que no es lo mismo. También se reconocen allí las escenas iniciales donde el alpinista se despide de su esposa en la estación de ferrocarril.

Lo que los lugareños también cuentan, es que la elección del lugar tuvo algo más que la imponente Cordillera de los Andes de fondo como excusa. Cuentan que con el enorme equipo de producción llegó también un grupo de monjes tibetanos: querían conocer el lugar que se afirmaba “espejaba” las propiedades espirituales del Tíbet por encontrarse casi en las antípodas del mismo (en Hermetismo y en Sociedades Iniciáticas, se sabe de siempre que las antípodas geográficas de un “sitio de poder” replican las características de ese sitio). Y según siguen contando, durante la filmación muchas veces se retiraron a las estribaciones cordilleranas para realizar sus ceremonias. Algunos suponen, también, que la película fue una excelente “tapadera” para el verdadero principal objetivo: la operación tibetana en tierras argentinas. Pero eso queda librado a opinión.

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