Percepciones modificadas de otra Realidad: Profundizando en la búsqueda de sentido al fenómeno OVNI

Percepciones modificadas de otra Realidad: Profundizando en la búsqueda de sentido al fenómeno OVNI

❝Todas las formas de psicoterapia y práctica religiosa pueden ser vistas psicológicamente como intentos de salvar la brecha entre nuestros cerebros antiguo y nuevo. Por ejemplo, en el análisis de sueños, los mensajes arquetípicos generados por nuestro cerebro de reptil son llevados a la conciencia e integrados por la razón y la comprensión neomamíferas. (Es interesante destacar que muchas formas simbólicas de la mitología son reptiles: la serpiente del Edén, la diosa Kundalini del hinduismo, los dragones de la alquimia cristiana, etc). De igual modo, cuando se emplean mantrams u oraciones durante la meditación, se están dirigiendo conscientemente los procesos neomamíferos hacia la repetición, funcionamiento psíquico que corresponde a nuestro más antiguo impulso de reptil.

Roland Fischer, un psicofarmacólogo erudito que se autodenomina «biólogo del instante fugaz y cartógrafo del espacio interior», sugiere que la experiencia de la unidad mística con uno mismo es, en el nivel biológico, una proyección del sincronismo interno entre los procesos corticales y subcorticales.❞

“La Alquimia del sistema nervioso”
Phil Lansky

A lo largo de numerosos artículos y libros, he defendido la postura de que lo que llamamos «fenómeno OVNI» y todas las manifestaciones de reales o supuestos «planos espirituales» no son más que dos caras de la misma moneda, en ambos casos racionalizados tal vez erróneamente por la percepción y la cultura humanas, pertenecientes ambos hechos a una dimensión, mundo o realidad paralela a la nuestra. Por supuesto, esto sin mácula en mi fuero íntimo de sospechar que parte de la fenomenología OVNI sí es de origen netamente extraterrestre. Remito al lector a esos trabajos para mayor información, si bien a título ilustrativo permítame recordarle mis anotaciones sobre «Simbología OVNI y sus implicancias».

Aquí, en tanto, me propongo abordar la reunión de evidencias desde otra óptica; señalando cómo ciertas técnicas históricamente aceptadas para desarrollar percepciones de orden superior pueden en realidad estar abriéndonos las puertas a esas dimensiones paralelas, así como su eventual aplicación en la investigación OVNI. Con todo el respeto que me merecen –y es mucho– la «investigación de campo» y la «investigación de escritorio» en esta disciplina, vamos a ensayar algunos tímidos pasos detrás de nuevas formas de acercarnos al fenómeno.

Toda teoría o hipótesis, más allá de su grado –o no– de verosimilitud, tiene generalmente en un hecho aislado un disparador. El mío fue repasar las instancias de uno de los casos que entiendo más interesantes pero menos estudiados de la casuística OVNI en mi país; Argentina: el incidente Peccinetti–Villegas , quienes el viernes 30 de agosto de 1968, poco después de abandonar su trabajo como empleados del Casino local, se dieron de narices con un objeto y cinco particulares tripulantes quienes, en el proceso, les extrajeron muestras de sangre, así como les exhibieron una especie de «pantalla» con diversas imágenes y trataron de comunicar telepáticamente con los azorados testigos.

Debo haber leído decenas de veces el relato de estos hombres pero sólo recientemente me detuve en una línea más tiempo del necesario. Es cuando Peccinetti, para describir el proceso de observación de las entidades señala que, pese a saber que no tenía miedo, sentía que estaba como paralizado, y que en ningún momento pudo mirarle directamente al rostro. Era como que «algo» le hacía desviar la mirada levemente a un lado e inclusive, cuando los seres salieron de su campo visual, debió seguir el desarrollo de los hechos con el rabillo del ojo. Rabillo sumamente eficiente, deberíamos decir, porque la cosa fue para largo.

Me quedé pensando. ¿A qué me hacía acordar esto?. Pronto lo supe. A los relatos bíblicos donde los testigos de apariciones sobrenaturales confiesan no poder mirar directamente la «faz resplandeciente» de las apariciones (no por exceso de luminosidad; ya que en otros párrafos hacen explícitas referencias a ello, sino, otra vez, porque algo (¿tal vez el simple miedo o sumisión?) les obliga a desviar la mirada. Y en cuanto a mirar con el «rabillo del ojo» (técnicamente: visión periférica) desde tiempos remotos es una eficiente técnica de las disciplinas orientales para desarrollar en primera instancia atisbos de clarividencia.

Pero había algo más. Creía recordar –y les propongo a ustedes la misma experiencia– que en los sueños, nuestros sueños, no solemos mirar directamente a los ojos de las personas, conocidas o no, que en ellos aparecen. Pensando en principio que podría tratarse simplemente de timidez de mi inconsciente, consulté con muchos conocidos. Lógicamente, encontré el obstáculo de que, por lo general, el común de la gente no suele prestar mucha atención a sus sueños y menos aún a detalles tan nimios de éstos como la forma en que observan en los mismos, pero un poco de perseverancia y bastante de insistencia de mi parte me permitió recoger fragmentos de recuerdos y relatos donde, efectivamente, muchos, si no todos los consultados, reconocían esta particularidad. Entonces inicié una segunda etapa de comprobación donde, a lo largo de varias semanas, fui llevando detalladas notas de mis propias ensoñaciones al despertarme, hasta que generé un cierto «biofeedback» que me permitía dormirme con la convicción de recordar las imágenes claramente a la mañana siguiente. Programación de sueños, que le dicen, si bien en este caso no me interesaba tanto recordar qué soñaría sino cómo lo haría. Y nuevamente la constante: en la generalidad de los casos, aunque sabemos claramente quién es nuestro interlocutor onírico y podríamos describir su rostro, este reconocimiento es más una «impresión», una certeza intuitiva; siempre, en el mundo de los sueños, la mirada se desvía a un lado o permanece fija en otra dirección, cayendo el rostro del ser soñado hacia un lado del campo visual. Sabemos quién es, aun cuando sabemos que no lo miramos. Esta relación entre «mirada desplazada», visión periférica, mundo de los sueños y testimonios OVNI –porque el que he citado es sólo un ejemplo de los muchos que podrían encontrarse en la casuística internacional– no podía ser casual.

El problema del no-tiempo

Percibo –si bien, justamente, lo que estamos poniendo en duda en este artículo es la validez de nuestras percepciones– que aquello que llamamos «tiempo» (o lo que entendemos como tal) es el árbol que nos oculta el bosque, lo que nos impide una visión global y más profunda del problema. Por ejemplo, sospecho que el abstruso concepto de «paso a otra dimensión» se nos haría mucho más asequible si no estuviera complicado por el «factor tiempo». Hasta el problema probatorio y filosófico de la reencarnación (contra la cual la Iglesia Católica parece oponerse tanto, no comprendiendo cuánto le convendría defenderla o, cuanto menos, explorarla, pues es lo único que le da sentido a la idea del «pecado original») se resolvería sencillamente si aceptamos que tal vez exista un «tiempo negativo», donde los hechos ocurridos «antes» tienen «causas» en los hechos del «después», de forma tal que –para decirlo simplonamente, gente «buena» tendría encarnaciones «peores» porque, en realidad –en la realidaddel no-tiempo o tiempo negativo– gente «buena» se ha transformado en «mala».

Pero convivimos con una riquísima casuística que nos hace dudar de que nuestro concepto del tiempo sea el más acabado, o, cuanto menos, de nuestra inexorable dependencia de él. En Miami, hace años, ocurrió un célebre episodio donde el doctor Henry Bravo puso a la doctora Silvia Bustamante en hipnosis y le hizo regresar dos años atrás, cuando aún estudiaba Biología en la Universidad Autónoma de Madrid y vivía en una pensión para estudiantes. Mientras le interrogaba sobre lo que veía a su alrededor y le preguntaba si había alguien en la habitación, ella naturalmente dijo que no, pero repentinamente gritó: «¡Oiga!. ¡¿Y usted qué hace aquí?!».

Sorprendido, Bravo comprendió por la pregunta que él se había «materializado» en la pensión. Ella: «¿Cómo ha entrado usted aquí?. ¿Cómo le han dejado pasar a la residencia si está prohibido?».

Entonces Silvia oyó cómo Bravo (un desconocido en esa época) le decía con afabilidad: «Mi nombre es Henry Bravo, soy doctor en Psicología. Dentro de dos años tú me vas a encontrar muy lejos de aquí, vas a trabajar conmigo, serás mi alumna y colaboradora». Ella le respondió que seguramente estaba loco y otra vez de dónde había salido (era evidente que, en el trance, Silvia no reconoció a su hipnoterapeuta, pues estaba mentalmente ubicada en «aquella» época, donde Bravo era un desconocido). Pero Bravo simplemente se dio vuelta y desapareció por el pasillo.

Nada se comentó al terminar una sesión de la que Silvia emergió sin recordar nada. Tampoco lo había hecho cuando meses antes conoció a Bravo: era lógico, en ese momento, Bravo era un desconocido, pues sólo después él –o su proyección– viajaron en el tiempo –cuanto menos mental, de Silvia– y pasó a formar parte de su propio pasado. Tiempo después, Silvia Bustamante comentaba con terceros de la manera más natural cómo se parecía el doctor Bravo a un desconocido que con el mismo apellido se había apersonado en su pensión estudiantil. Aquí ya no se trataba de la clásica situación de los relatos de ciencia ficción donde el protagonista enfrenta dos o más «futuros probables». Aquí se trata de haber cambiado de carril entre dos «pasados probables».

Esta discusión respecto del «tiempo negativo» me lleva ladinamente a recordar ciertas polémicas alrededor de la posible existencia de un universo de antimateria donde el tiempo, obviamente, sería un «antitiempo». Ese universo de antimateria lógicamente no podría estar contenido en el nuestro, ni siquiera en inconcebiblemente lejanas regiones cósmicas, porque la obvia zona de límites estaría en permanente cataclismo. Pero tal vez ese antiuniverso sí podría existir en un «plano» distinto al de este universo, coexistentes y sin embargo intocables entre sí.

Por otro lado, reflexionar más que en un «tiempo negativo» haciéndolo en un «no tiempo» plantea opciones interesantes: por ejemplo, asumir que el paso del tiempo es una creación sólo de nuestra mente conciente. Es mi conciencia la que percibe que al día le sigue la noche, a la primavera el verano, la entropía del envejecimiento de mi cuerpo, el movimiento de las manecillas del reloj… es ella la que se da cuenta del paso del tiempo. De hecho, empleamos en forma similar las expresiones «darse cuenta» y «tomar conciencia». Yo me doy cuenta de que el tiempo pasa.

Yo tomo conciencia de que el tiempo pasa. Ergo, si no tuviera conciencia, no percibiría el paso del tiempo; para mí, todo sería un eterno presente. Y me pregunto si poder desprendernos de la cárcel del tiempo será una forma de acceder, mediante un aún infuso salto, a otros planos paralelos.

Desplazando nuestro paradigma cerebral

Sabemos hasta el hartazgo que la mayoría de las funciones de raciocinio, pensamiento lógico y habla son de lateralidad izquierda, es decir, radican en zonas de la corteza cerebral izquierda, mientras que nuestra capacidad creativa, artística, nuestra percepción extrasensorial, parecen trabajar a través del hemisferio cerebral derecho. Por supuesto, desde que sabemos que las neuronas no son las pobres células incapaces de regenerarse que creíamos hasta hace unos pocos años sino que en realidad pueden reconstituirse (claro que mucho más lentamente) que cualquier otro conjunto celular orgánico (impresión equivocada devenida de que un proceso cualquiera de deterioro cerebral, por ejemplo mediante la ingesta excesiva de alcohol, destruye neuronas con más rapidez de la que éstas emplean para regenerarse, dando la errónea sensación de que su número está limitado desde el nacimiento) y desde que se ha demostrado que muchas funciones orgánicas privativas de una zona específica del neocórtex pueden ser desplazadas a otras (según resultados obtenidos después de prolongadas rehabilitaciones de accidentados) se acrecienta la certeza de que no toda la mente es una función del cerebro. Seguramente sí lo que llamamos «mente conciente» depende de la corteza cerebral; seguramente no aquella que llamamos «mente inconsciente». Percibo al cerebro más como un «sintonizador», un «transductor» de fenómenos (que manifestados en nosotros racionalizamos como mentales) que como un órgano «productor» de los mismos. La memoria es un claro ejemplo.

Memoria: el archivo del universo

En el mundo de la ciencia, la unidad de información es llamada «bit». Podemos representarlo con dos dígitos: el cero y el uno. Un alfabeto de cuatro letras podríamos representarlo con cuatro bits. Veamos: A= 00; B= 01; C= 10; D= 11. Nuestras 27 letras del alfabeto pueden representarse con 5 bits. Así, por ejemplo, la letra T correspondería al 10101.

De este modo podemos analizar cualquier configuración que exista en el universo, dividiéndola en unidades bit. La estructura de una estrella, una bella pintura de Goya o una deliciosa melodía de Mozart tocada al piano. Nos sería fácil, por ejemplo, dictar por teléfono a un amigo que reside en Montevideo la imagen de nuestro retrato. No tendríamos que hacer más que ampliarlo a gran tamaño, cuadricularlo con una red de líneas rectas y del mismo modo que jugábamos a la «batalla naval» en nuestros años escolares, definir cuadrito por cuadrito mediante dos bits (blanco, negro, gris claro, gris oscuro) cuatro letras para cada punto fotográfico que nos llevaría varias horas… y una abultada cuenta en la factura telefónica en base a dictar cientos de miles de ceros y de unos. Eso es exactamente lo que hace la TV cuando nos envía treinta imágenes por segundo.

Usted puede estar plácidamente sentado ante su televisor en una tarde de domingo viendo el fútbol. Mientras apura una cerveza, y en una hora, recibirá a través de la retina de sus ojos 10 a la 11 bits (igual a 1 seguido de 11 ceros, cien mil millones de bits) que podrán ser almacenados en su cerebro. Habría que sumarle los 300.000 bits que representan las palabras pronunciadas. Toda esa información equivale a una gran biblioteca de 15.000 volúmenes.

Durante nuestro período vigil y, aunque en menor escala, en el curso de nuestro sueño, penetra a través de nuestros sentidos una ingente masa de datos. El aroma de la ropa recién planchada y el ácido sabor de una mandarina se mezclan con las docenas de sensaciones térmicas, táctiles, de presión que experimentan nuestras áreas epidérmicas. Y todas ellas pueden medirse en unidades bits.

Se ha calculado que a cada segundo el conjunto de nuestros sentidos recibe 10 a la 10 bits (diez mil millones). Eso implicaría que durante toda la vida de un hombre, un promedio de setenta y cinco años, el total de información recibida, si sumamos los millones de escenas vistas, olores y sabores percibidos, ruidos y palabras escuchadas, alcanzaría un volumen de unos 10 a la 19 bits (diez trillones).

Esto crea un grave problema. Sabemos que nuestro cerebro es una tupida red de fibras nerviosas, cada una de las cuales conecta entre sí con varios miles de esas células llamadas «neuronas». Se ha calculado que el total de conexiones (cada una representando un bit) es de 10 a la 15 (mil billones). Aun en el impreciso caso de que todas ellas se utilizaran para archivar (memorizar), cosa que dista de ser cierta, no cierran los números. De modo que uno estaría tentado a decir que la teoría «pantomnésica», según la cual retenemos en nuestro inconsciente todas las percepciones de nuestra vida, carecería de fundamento ya que no habría suficientes «receptáculos cerebrales». Sin embargo, esa teoría es una realidad: el psicoanálisis, la hipnosis, la guestalt y el análisis transaccional, así como muchos otros abordajes clínicos han demostrado que realmente sí conservamos todo en la mente. Entonces, ¿dónde lo alojamos?.

Por otra parte, los neurofisiólogos han estudiado punto por punto la intrincada textura del cerebro, buscando los núcleos nerviosos o las áreas corticales donde puede radicar ese maravilloso mecanismo que es la memoria. Si un tumor o una grave lesión afecta al lóbulo temporal, podemos quedar «ciegos» para siempre. Una destrucción del «área de Brocca» en el lóbulo frontal nos impide hablar. Esos accidentes traumáticos o patológicos nos permiten trazar una especie de mapa cerebral, constatando la función específica de cada zona encefálica. Pero, ¿dónde ubicar la memoria?. Pueden lesionarse miles de puntos corticales o nucleares sin que se afecte la facultad de recordar. Esto, sumado a lo señalado líneas arriba con respecto a la «capacidad de almacenaje» del cerebro, sólo puede decir una cosa: la memoria está en otro lado.

La mente cósmica

Rattray Gordon Taylor, en su apasionante libro «El Cerebro y la mente», refiere el hecho, obvio pero poco tenido en cuenta, de que la memoria no es la capacidad de recordar algo (en el sentido de «retenerlo» en la mente) sino, por el contrario, de olvidarlo momentáneamente hasta el momento en que lo precisemos.

Ilustraremos esto mejor con un ejemplo. Cuando en una conversación cualquiera estoy a punto de mencionar a alguien y sufro una «laguna» (solemos ponerlo de manifiesto con la típica frase «lo tengo en la punta de la lengua») suele ocurrir que por más esfuerzo que hagamos no podemos traer el dato a la consciencia. Pero más tarde, a veces días después, surge el recuerdo «perdido». Si la «mala memoria» fuese olvidar algo, en el sentido de «irse de la mente», no podría «regresar» espontáneamente. Si aparece, es porque nunca se fue. Y, en consecuencia, la mala memoria no pasa por «olvidar» sino por la incapacidad de «recuperar» lo que ya se sabe. Esto, además de abrir interesantísimas posibilidades para explorar el gran poder dormido en todos nosotros, nos dice que guardamos absolutamente todo lo que alguna vez conocimos. Si yo, por ejemplo, digo que nací un 29 de abril, sé que esta información no ocupa permanentemente lugar en mi mente consciente; no ando por la vida repitiendo constantemente «yo nací un 29 de abril». Eso se encuentra momentáneamente «olvidado» –es decir, desplazado de la consciencia– hasta que algún detonante (como la pregunta «¿cuándo es tu cumpleaños?») me la hace recuperar. Por lo tanto, llamo «memoria» a la función de retirar algo de la mente consciente hasta el momento en que lo necesite. La pregunta, entonces, es: ¿adónde va?. Evidentemente, no a ningún lugar particular del cerebro.

Los antiguos orientales sostenían que en el Universo existían lo que ellos llamaban «registros akhásicos», algo así como un gran banco de datos de todo lo que ocurrió desde que el Cosmos existe, y al que «conecta» la mente inconsciente del hombre por procesos a los que hemos dado diversos nombres: intuición, corazonada, expansión de la consciencia. De alguna manera, esto siempre se ha sospechado: Sócrates, por caso, decía que sus reflexiones no eran en realidad producto de su intelecto, sino que le eran dictadas por una «entidad» acompañante, una especie de guía a la que él llamaba su «daimon». O las inspiraciones geniales de tantos artistas o científicos. El alcance de esta suposición es realmente alucinante, pues significa que hasta el más común de los mortales, explorando estas posibilidades y abriendo sus canales para conectarse con esa especie de dimensión paralela (registros akhásicos, mente cósmica o «memoria», lo mismo da) puede acceder a las más maravillosas obras que pueda concebir el espíritu humano sin resignarse a una cuestión de pautas culturales, educación o disposición congénita genética.

Como la memoria, muchas otras funciones en realidad «inhiben» las manifestaciones psíquicas. Entre ellas, creo, las espirituales, místicas o iluministas. ¿Son el producto de psicopatologías, como quiere hacernos creer la Psicología ortodoxa?. No lo creo. La naturaleza se caracteriza por su eficiencia y el grado de economía de sus sistemas. En ella, nada es superfluo. Todo cumple una función o está subordinado a cubrir una necesidad. Esto es general para la naturaleza global y para la particular, como el ser humano. Y en él, su psiquis. En ella nada será, entonces, superfluo, si deviene natural. Y es natural la necesidad religiosa, la búsqueda de Lo Trascendente. Por lo tanto, como ya he escrito en otro lugar, si el hombre tiene necesidad de lo trascendente, es porque en algún lugar hay algo que lo satisface. Pero lo espiritual es por definición y objeto, lo no material. Por consiguiente, la necesidad espiritual del hombre debe ser vehiculizada por mecanismos que establezcan un puente entre su percepción material (muchas veces puesta al servicio de lo espiritual) y su esencia espiritual. Aquí recupera su credibilidad la centenaria afirmación del Ocultismo en el sentido de que el ser humano tiene una mente intelectual y una mente espiritual. A la primera reduciríamos lo que llamamos generalmente Conciente e Inconsciente, nuestros procesos lógicos y no lógicos, nuestros deseos y voluntades, nuestras vivencias y represiones. A la segunda, se subordinarían experiencias, percepciones, sensaciones, conocimientos espontáneamente adquiridos (o percibidos) del mundo no físico. Resta ahora descubrir cuál es el mecanismo cerebral que hace la «sintonización» a la que tantas referencias hiciéramos.

¿Será la famosa glándula pineal?. No lo creo. Es cierto que milenariamente se la conoce como «el tercer ojo». Es cierto que en su constitución entran células fotosensibles, lo que la hacen casi un bosquejo de órgano ocular. Pero sabiendo de nuestro remoto pasado reptiloide, pienso en ella más como un fotorreceptor infrarrojo involucionado (o aún no evolucionado), similar al de tantos reptiles que les permite identificar la presencia por emisión de calor de la presa. Un órgano que sin duda nos daría con su desarrollo no un sentido paranormal, sino un hipersentido. Como herederos tercermilenaristas de Lobsang Rampa, activando la glándula pineal podríamos, además de ver a nuestros congéneres, «escanearlos» de manera infrarroja. Es posible que así como producimos un cierto campo electromagnético, la masa calórica percibida por ese «tercer ojo» presente variaciones de temperatura percibibles como diferencias de «color», que un adecuado entrenamiento nos permitiría identificar como enfermedades físicas, pensamientos íntimos o actitudes morales, y le llamaríamos «aura». Pero aún no es lo espiritual, no en el sentido que estoy hablando. Seguirían siendo energías y fuerzas físicas, muy sutiles y de una importancia extraordinaria en su comprensión, pero no lo espiritual.

Cuando un testigo ve un OVNI que no es visto por sus acompañantes; cuando la entidad que se manifiesta junto a él (o que dice proceder de él) parece tener connotaciones más hagiográficas que extraterrestres, cuando –tal vez lo más importante– la experiencia OVNI tiene un impacto conmocionador en la cosmovisión del testigo impulsándolo en nuevos caminos (que si desembocan en la plena realización humana o en la locura parece tener que ver más con la matriz psicológica que recibe la experiencia que con la experiencia en sí), cuando todo eso es parte de una realidad inaprensible hasta ahora en modelos matemáticos, en rastreos astronómicos y militares, es hora que nos preguntemos si una buena parte de nuestros «visitantes» no vendrán de «aquí al lado» en términos espaciales, pero de muy lejos en términos de naturalezas. Tal vez sea hora de anexar a la Ovnilogía conocimientos emanados del campo de la Neurobiología, a la búsqueda de la sintonía, la transducción, en fin, la famosa puerta a otros planos que tanto hemos buscado en los confines del espacio exterior y aguardaría, eclipsada por la fascinación tecnológica muy propia de nuestra Era, en el fondo de nosotros mismos.

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