Jacques Vallée, preclaro pilar fundacional de la Ufología contemporánea dijo en una ocasiòn, refiriéndose al fenómeno OVNI; “tenemos la oportunidad verdaderamente única de estar asistiendo al nacimiento de un folklore”. Es absolutamente cierto; el concepto no pone en duda la existencia del fenómeno (menos para Vallée, astrofísico y experto en informática de renombre internacional que no hesitó en bucear en las reflexiones más metafísicas posibles alrededor del tema) sino que se proyecta a los alcances inimaginables de las potencialidades en juego. Una sucesión de eventos –las apariciones de OVNIs- que puede moldear culturas, idiosincrasias, cosmovisiones…
En esas palabras pensaba cuando, con una temperatura cercana a los cero grados, acomodé mi humanidad en la estrecha lancha entre bultos, provisiones, equipos de fotografía y filmación, chalecos salvavidas y cuatro esforzados compañeros de jornada (los miembros del IPEC –Instituto Planificador de Encuentros Cercanos- Alberto “Quique” Marzo, Emanuel Giúdice, Rodolfo Tenorio y el baqueano de río Manuel Caño) la noche del sábado 28 de julio pasado, mientras una espléndida luna casi llena peor ya en fase decreciente iluminaba de manera espectral las no tan tranquilas aguas del caudaloso río Paraná, frente al pueblo de Villa Hernandarias, en la provincia de Entre Ríos, Argentina. A mis lectores más conspicuos el lugar no les resultará desconocido: es donde, poco más de un año antes, ocurriera el sonado caso de “teletransportación” de un jovencito que hemos desarrollado aquí y aquí . Ya entonces, la búsqueda de mayor información local que contextualizara ese episodio que entonces parecía asaz aislado de todo conjunto nos había introducido en los relatos, casi susurrados con cierta reticencia, de tanta gente que no pudo dejar de llamar nuestra atención: pescadores comerciales y deportivos, lugareños que relataban que desde hacía “mucho tiempo” una extraña luz parecía surgir de las barrancas del río, flotar a través de su ancho cauce y mostrar especial predilección por un brazo del mismo, que por su velocidad y comportamiento un tanto violento llaman “el Correntoso”. Algunos pescadores comentaban que la luz se había ubicado sobre sus embarcaciones. Unos, que parecía acompañarles con cierta mansedumbre. Otros, que se mostraba errática y hasta “frenética”. Mucha gente –cada vez aparecían más- comentaba haberla visto simplemente desde la bella costanera de la localidad, allá, a lo lejos, nunca más al sur que los lindes del pueblo, tampoco más al norte que la cercana localidad de Piedras Blancas, a unos cinco kilómetros.
Generamos entonces la ocasión de regresar, en primer lugar para abundar en la investigación del caso de “teletransportación”, sobre el cual también nos extenderemos aquí pues tiene una relación no ociosa con el tema que nos ocupa. Íbamos decididos a reunir más evidencia de “la luz” pero, cómo no, montar una “vigilia OVNI”, nocturna, en parte embarcados en medio del río y en parte haciendo “vivac” es la zona de islas, muy, muy lejos de cualquier sitio poblado. Además, fuimos a dicta runa conferencia para los habitantes del pueblo.
Meses antes insistí ante mi grupo en la necesidad de dar este paso. Son casi cuarenta y cinco años de experiencia como difusor e investigador de campo; uno aprende ciertas cosas. Aprende, por ejemplo, que en la atmósfera social de los pueblos pequeños nadie quiere pasar por loco, de manera que los relatos se cuentan casi en secreto, tal vez a la luz de algún fuego compartiendo una noche de cacería o de asado; la opinión que el pueblo tenga de uno, si es que uno seguirá viviendo allì, puede ser casi un estigma (a más de un año, por ejemplo, el muchachito protagonista de la “teleportación” ha pasado a ser, definitivamente, “el chico del OVNI” y la carga semántica de ese apodo le acompañará de por vida). Sabíamos que deberíamos regresar más de una vez si queríamos superar las resistencias iniciales (no hay nada más patético que ciertos “ufólogos” llegados de la gran ciudad por la mañana que tratan de presionar revelaciones a lo largo del día para tomar el bus de regreso a la noche) y, mejor aún, si se puede contar con referentes locales. Teníamos dos, muy fuertes (cuyas identidades no señalaré ahora, parte de la estrategia –de mi estrategia- de investigación de aquí en adelante) los cuales fueron determinantes para generar algo muy útil a nuestros fines pero que produce urticaria en algunos colegas: que el entorno familiar del protagonista de aquél suceso sólo aceptaran recibirnos, una y otra y otra vez, a nosotros, rechazando toda otra entrevista aún cuando era factible el ofrecimiento de dinero). Sabía yo que una conferencia pública expondría la credibilidad del tema OVNI a una escala que inevitablemente debería ser catártica para mucha gente: y efectivamente así ocurrió. Mucha gente vino a la charla, muchos se quedaron después de hora para relatarnos sus anécdotas y hoy sabemos que hay un verdadero “revuelo” en el pueblo de gente que ha salido a comentar abiertamente (en espacios impensables hasta entonces) sus propias experiencias. Por todo ello es que recordé las palabras de Vallée. Ninguno de nosotros puede calcular cuáles pueden llegar a ser, en el futuro, las repercusiones de la “movida” que generamos. Estábamos, a esta escala, asistiendo al nacimiento de un folklore.
En los párrafos precedentes he descrito sucintamente la naturaleza del fenómeno. Todos son coincidentes: una esfera, que algunos definen como “grande como la luna”, o separando dedos índice y pulgar y disponiendo así ambas manos a unos cuarenta centímetros una de otra. Aquí se plantea algo normal en los testigos no entrenados: cuando se les pregunta por el tamaño “aparente” del objeto, relativizan o no comprenden la expresión “aparente” y dicen algo como “y… como de un metro de diámetro” (por citar un ejemplo cualquiera). Como acostumbro señalar; un metro a la distancia de un brazo o un metro a diez de distancia?. Si uno no tiene claras referencias (y es muy difícil tenerlas en la noche cerrada cuando el fenómeno se manifiesta), no es posible saber si el objeto tiene cincuenta centímetros a treinta metros o cinco metros a quinientos. Por eso, la mejor manera de hacer un estimativo es hacerle extender el brazo al testigo y que, separando las yemas de los dedos índice y pulgar, indique el tamaño, entonces sí, “aparente”.
De todos modos, estas previsiones serían superadas por la experiencia en primera persona que habríamos de tener.
Hasta aquí, estábamos progresando lentamente. Habíamos observado que el fenómeno parecía limitado geográficamente a poco más que el río frente al pueblo. Surgía en ocasiones, como dije ya, de la barranca de tierra firme, cruzaba hacia la gran isla que se encuentra enfrente, solía generalmente desviarse hacia lo que se conoce como “el riacho Garay” –lugar de tenebroso pasado al cual deberé referirme también- y desaparecer en lugares diversos o imprecisos. Era la zona que recorreríamos esa noche.
Otro de los progresos de esos días fue comenzar a determinar el marco temporal. El “mucho tiempo” inicial con el que tanta gente nos obsequiaba (luego de la conferencia, conversando mientras programábamos el derrotero de la noche, consensuamos que ya rondábamos por una treintena de testimonios directos) ya comenzaba a enfocarse: cuando menos, se viene observando desde hace sesenta años. Y en el transcurso del día, se había comenzado a sumar los avistamientos “grupales”, como uno, alrededor de principios de la década de los 80 del siglo pasado, en que casi todos los habitantes de un barrio, luego de un corte de electricidad, salieron a la calle y pudieron observarle.
En el mapa es sencillo comprender el recorrido que nos propondríamos: navegaríamos hacia el norte, remontando la corriente misma, hasta girar a la izquierda, hacia costa de la provincia de Santa Fe (el río Paraná es frontera natural entre ambas provincias) y bordeando la isla mayor descenderíamos, ahora sí, por el brazo que se conoce como “Correntoso”. Nos detendríamos a hacer observación varias horas en algún punto de la costa y, ya de regreso en la mañana, bajaríamos hacia el sur, contorneando por allí nuevamente la isla y retornaríamos al pueblo.
Así que allí estábamos, en la pequeña lancha donde apenas y con gran dificultad, podíamos movernos. Para aprovechar el tiempo disponible –y el metereológico, ya que si bien en ese momento el cielo estaba cristalino y la Luna refulgía, hasta la tarde había estado completamente nublado y podía estarlo, y quizás llover, nuevamente; era mejor que si ello ocurría nos encontrara avanzados lo más posible en el recorrido- navegábamos a alta velocidad. Estábamos incómodos; si bien la lancha no “planeaba”, se levantaba bastante de proa, lo que nos comprimía contra la borda trasera, con el motor rugiendo junto a nuestros oídos. En la proa, Rodolfo barría la superficie con un reflector. Manuel conducía, frente a mí, con Emanuel a su lado, y “quique” y yo sentados al fondo. Comenzaba a entrar un poco de agua y el viento helado quería filtrarse por el menor intersticio de nuestros ropajes. Ansiábamos llegar al punto indicado con un círculo amarillo en el mapa; allí, la idea era dejar llevar “al garete” con la corriente, boyar a favor de la corriente un tiempo y finalmente buscar donde hacer tierra.
Desde mi posición, perdido en mis pensamientos (ya saben, Vallée y esas cosas) disfrutaba –tengo algo de masoquista, dice mi mujer- el paisaje, feliz de estar haciendo la experiencia. A estribor, el pueblo de Hernandarias y a medida que avanzábamos, las viviendas raleaban y sólo la naturaleza. A babor, la costa este de la isla, oscura, deshabitada. Y es aquí cuando comienzo a relatar esto en primera persona, porque una luz llamó mi atención apenas a diez minutos de comenzar la travesía.
Estaba a unos veinte grados sobre el horizonte, en perfecta dirección Oeste, según luego compruebo con mi brújula. Pensé en un cuerpo astronómico, más bien un planeta antes que una estrella. Estaba inmóvil, pero a medida que pasaban los minutos me llamaba la atención dos cosas: su diámetros –otra vez- “aparente”, superior a estrella o planeta. Ni siquiera Venus, como “lucero del alba”, se muestra con un diámetro visible de aproximadamente tres grados de un círculo astronómico. Una estrella, o un planeta, a simple vista es apenas, siempre, un punto luminoso. Titila la estrella; no titila el planeta, y poco más.
Pero lo segundo llamativo era sus cambios de coloración. Blanco. Amarillo. Rojizo. Rojo. Blanco. Amarillo. Rojizo. Rojo otra vez. Cada tanto, azul. Pensé en un efecto óptico por la proximidad del horizonte. Supuse, también alguna antena en lo alto de una torre. Hasta ese momento, y pasaron cinco minutos de observación, no hice ningún comentario; quería evitar alguna hipotética sugestión del grupo y prefería dedicarme a barajar explicaciones convencionales.
Fue entonces cuando los otros comenzaron a hablar en voz alta de lo mismo. Resultó que casi todos –creo que Quique, que por su posición estaba casi dándole la espalda, era el único que hasta ese momento no se había percatado- también venían observándolo y por mis mismos motivos habían decido guardar silencio y manejarse con prudencia. Ahora, confesábamos juntos nuestro desconcierto, navegamos no más de dos minutos más y entonces detuvimos la marcha en pleno río.
Allí seguía. Blanco. Amarillo. Rojizo. Rojo. Torpemente comenzamos a buscar alguno de los equipos de video –los celulares, lo único que teníamos a mano ya que el resto estaba cuidadosamente guardado a la espera de apostarnos por temor a que se mojaran o cayeran al agua, eran insuficientes para capturar alguna imagen por la distancia- y Emanuel logra hacerse con una de las cámaras. Apenas comienza a grabar, el objeto –no había duda alguna ya que lo era- comienza a moverse: hacia abajo, con velocidad creciente (esto fue muy evidente y muy sugestivo) pero antes de llegar al horizonte visual (la línea de vegetación natural levemente por encima del horizonte astronómico) simplemente, desapareciò en la direcciòn que indica la flecha. Alcanzamos a grabar cuatro o cinco segundos de video, que es el que compartimos aquí. No piensen que se movía de esa manera; eso lo producía el vaivén de la lancha sobre el agua. Eran las 22.05 de la noche.
Antes de abundar en algunas consideraciones sobre el episodio, describo rápidamente –por carecer de otras novedades- el resto de la noche. “Gareteamos”, tal como dije, con la corriente del Correntoso hacia el sur un par de horas. Atracamos sobre la costa oeste entonces, hicimos fuego, preparamos algunas provisiones y nos dedicamos a compartir la experiencia, describiendo cada uno su percepción particular. Así estuvimos hasta las 5.30 de la mañana, en que descansamos una hora y media, levantamos el campamento y continuamos navegando. Llegamos al “riacho Garay” (otro de los puntos sugeridos de detenciòn del fenómeno) recorriéndolo en un tramo. Regresamos al Paraná, lo cruzamos de lado a lado y nos dirigimos al embarcadero del pueblo. Todo ello, sin otra aparición. La jornada había finalizado a las 8.30 hs.
Nos resulta evidente que no hay explicación “convencional”. Aún si cupiera relacionarle en su posición con algún cuerpo astronómico, su comportamiento, su movimiento lo hace incompatible con esa “respuesta”. No hay población, vivienda ni antena en esa direcciòn. No era una bengala, por la extensa permanencia inicial. Demoramos en decirnos, debo admitir que casi con timidez, que, entonces, era “la luz”. “La luz del Correntoso”. Lejana si la comparamos con otros “afortunados” sobre cuyas cabezas pasó. Pero era, por comportamiento, lugar, color, el objeto de nuestros desvelos. Creo que tardamos en tomar consciencia y manifestar con alegría que la primera noche en el terreno en busca de ella nos hubiera gratificado con su presencia.
Volveremos a por ella, claro. Pero, mientras tanto, ¿de qué puede tratarse?. En mi cabeza comenzaba a articularse una mirada poco ortodoxa. Mirada que, en puridad, había comenzado a gestarse ese día por la mañana.
“El chico del OVNI”
Ya aporté los enlaces que llevarán (para quienes recién se acerquen a esta investigación) los antecedentes del caso de Teleportación que ocurriera en Hernandarias. Pero una investigación no se agota tan rápidamente; teníamos que avanzar por más. Así que en esta ocasión nos reunimos con el protagonista, a quien llamaremos aquí “Testigo R.” (por puridad, más que “testigo” deberíamos llamarlo “protagonista”, pero es por uso de costumbre que seguiremos refiriéndonos a él de esa manera). Una vez más, ratificamos lo dicho en aquellas ocasiones: esta gente no busca ni cámaras ni dinero. Han rechazado –en alguna oportunidad de maneras bruscas- a periodistas e investigadores que de manera debo decir poco urbana llegaron intempestivamente a su domicilio, y sabemos de conocidísimos hombres de los medios radiales y televisivos de Buenos Aires que también encontraron un “no” por respuesta. Es bueno insistir sobre ello una y otra vez, cuando los improvisados de siempre, incapaces de encontrarle “sentido” al episodio, habla de “fraude” e “invención”.
Una vez más, volvimos a hacer las preguntas de entonces pero reformuladas de maneras capciosas, explorando todos los vericuetos posibles para encontrar contradicciones. Negativo. “R”, ya un muchacho con catorce años cumplidos, se mantiene firme en sus dichos:
“Estaba parado atrás de mi hermano, porque no podía cerrar la puerta de la casa. Sentí un “chistido” y cuando me di vuelta hacia la calle, había una bola de luz chica cerca del piso. Pensé que era una “joda” (broma) de los del barrio, y volví a mirar a mi hermano. Otra vez escuché el chistido, y al mirar la bola estaba en el mismo lugar pero a un metro de altura. No sé por qué, pero no le di importancia, hasta que sentí el chistido por tercera vez y al darme vuelta la bola se me vino encima. Y no recuerdo más hasta que abrí los ojos y estaba costado en el banco de la parada del colectivo”.
El diagrama que acompaño muestra el “recorrido” desde el punto de desaparición hasta el de aparición, la distancia en línea recta –la diagonal, en el caso hipotético que hubiera volado por sobre los techos de los edificios- y los posibles caminos alternativos si (en el caso de un fraude) hubiera tratado de hacerlos, ya sea a pie, motocicleta o automóvil (lo que por principio implica la participación de cómplices). Otra vez, debemos recordar lo ya dicho: en las cámaras de vigilancia de esos recorridos –fundamentalmente, en la del comercio que se encuentra casi directamente enfrente del lugar de aparición- nada ocurre. Hernandarias, en invierno, día de semana y a esa hora, está completamente desierta. Y el único vehículo que sí se ve, a alta velocidad, es el de la familia que corre a buscarle. Por cierto, es oportuno enumerar lo que quizás sean obviedades: El “testigo R.” es un jovencito introvertido, sin mayores amistades. Entre ellas no hay quienes tengan vehículos. De haber habido alguno, el sólo hecho de ponerse en marcha y alejarse del sitio de “partida” sería inevitablemente observado por el hermano. La calle frente a la vivienda, aunque muy pobre, estaba iluminada. Enorme número de perros en el vecindario que delatan con sus ladridos todo movimiento…
Escribí párrafos atrás que esta nueva etapa investigativa ponía, a mi modo de ver, la teletransportación en otro contexto. Regresemos al relato del “testigo R.” y su descripción de esa pequeña esfera luminosa que aparece, se eleva, se proyecta sobre él. Y para repetirlo aquí con las mismas palabras que usé con mi grupo: “Si a esa “luz” la ubicamos, no sobre esa calle y frente a “R”, sino a apenas unos centenares de metros y sobre el río, ¿Qué tendríamos?. Pues… otra vez, la “luz del Correntoso””.
¿Se comprende lo que pienso?. Que la “luz del Correntoso” y lo que gatilló la teletransportaciòn de “R”, son la misma cosa.
-¡Un OVNI! –gritan entonces empedernidos ufólogos (que, por lo visto, no tienen siquiera elementales lecturas sobre otras “paranormalidades”- ¡Abducido por un OVNI!”.
No chicos, no exageren. Sé que su propio “sesgo de confirmación” les lleva al lineal –por relacionado pero también por básico- “razonamiento” de “luz + desaparición = abducciòn”. Pero la “luz del Correntoso” tiene, por varias razones, más aspecto de evento parapsicológico que de ufológico (eso, siempre y cuando insistiéramos –de lo que no estoy ya tan seguro- en una diferenciación entre lo “parapsicológico” y lo “ufológico”). Aún cuando no nos detuviéramos en su pequeño tamaño –donde de todos modos quienes hacen una lectura excluyentemente “extraterrestre” dirán que no se trata de naves sino de “sondas”, “caneplas”, etc.-
Hernandarias es una “zona de ventana”, ufológicamente hablando, sí. ¿Un “portal”?. Quizás, si como tal entendemos un lugar donde distintos planos de la Realidad –o Realidades Paralelas- se tocan y comunican. Siempre especulando, podemos proponer que lo que se manifiesta como “la luz” es, o un efecto secundario de la manifestación de ese “portal”, o el gatillo disparador de los fenómenos con él asociados. Si –siempre especulando- un “portal” es un punto donde se produce un pliegue en el continuum espaciotemporal y lo que realmente opera –e importa- es alguna “inteligencia” que se manifiesta a través de él, cometeríamos un error de perspectiva en considerar al fenómeno subsecuente como la causa a investigar.
Hay dos detalles que pueden parecer nimios pero desde mi óptica son fuertemente sugestivos para este tipo de interpretación. Recordemos que cuando ocurre el episodio del “testigo R”, la “luz” manifiesta un expreso, inteligente y dirigido interés hacia él. Llama su atención con lo que “R” denomina un “chistido” –aunque podemos preguntarnos si efectivamente es lo que entendemos como tal- y se permite aparecer a unos diez metros de distancia, elevarse y dirigirse hacia nuestro protagonista.
El otro detalle que me interesa es cierta predilección por algunos puntos con gran carga, cuando menos, emocional. Se la describe como apareciendo en ese paraje, o en otro pero luego encaminándose al mismo. Me refiero al “riacho Garay”.
Aparicio Garay es un personaje imborrable en el recuerdo de la localidad, de ésos que, desagradablemente, terminan transformándose en –otra vez- el germen de mitos y leyendas. Se trataba –allá por los años 30 del siglo pasado- de un pescador, ermitaño, que vivía en la zona de islas y que canibalizaba niños. Se han realizado varios documentales de corto y mediometraje, como puede verse aquí. El imaginario popular le atribuye varias muertes, aunque de hecho fue capturado y sentenciado (murió en prisión, no sin antes, también, asesinar a un compañero de celda) en 1936 por un solo caso. Los pormenores son realmente repugnantes y hieren la sensibilidad común, así que allí se encuentra a disposición de quien lo desee los recursos para profundizar. Lo cierto es que fue atrapado sobre el riacho donde vivía, que desde entonces lleva su nombre. Es decir, que la “luz” manifiesta, también, predilecciòn por este sitio.
En cualquier otro contexto, la aparición de una luz en lugares de muertes violentas o historias como ésta sería vinculada, irremediablemente, a verla como “manifestación espiritual” –sea del asesino, sea de sus víctimas- y permítaseme señalar que un “ufólogo” que desconozca ese detalle seguiría pensando en una “nave extraterrestre” (dejando de lado la opinión de los lugareños que por falta de dedicaciòn a estos temas no tienen por qué relacionar un tema con otro). Ahora bien, un ejercicio de reflexiòn para el lector: supongamos que hasta aquí, ante la mera descripción “periodística” del fenómeno (la “luz” que aparece, sobrevuela islas y gente, etc.) pensaba en el “ovni” como “vehículo extraterrestre”. El mismo lector, usted por ejemplo, ¿seguiría pensando igual?.
Este conjunto de fenómenos se transforma en un modelo perfecto de lo que suelo ilustrar en artículos y conferencias: Vemos una extraña luz con comportamiento inteligente en el cielo y pensamos: “¡Oh, un OVNI. Seguramente una nave extraterrestre!”. Vemos una luz extraña con comportamiento inteligente en un cementerio y pensamos: “¡Oh, seguramente un espíritu o fantasma!”. Y en ambos casos, lo único cierto es que hemos visto una luz extraña con comportamiento inteligente.
Las implicancias de mirar desde este ángulo esta sucesión de episodios son fantásticas. Recuérdese, una vez más, que estamos en un lugar donde en una extensión dada, limitada y acotada geográficamente ya suman centenares los testigos. Para ponerlo en términos que el lector argentino comprenderá fácilmente: cuando la opinión pública debe referirse a un lugar donde el índice de manifestaciones enigmáticas sube a niveles apasionantes, siempre acuden a la referencia nombres como Capilla del Monte (provincia de Córdoba) o Victoria (Entre Ríos). En el litoral argentino y por proximidad, también se cita un punto en Uruguay, la estancia “La Aurora”, en la vecina Salto. Esa opinión, esa sociedad, los medios deberán agregar un nuevo alfiler a sus mapas del misterio: Hernandarias.