LA EXPERIENCIA DE ABDUCCIÓN COMO INICIACIÓN ESOTÉRICA

LA EXPERIENCIA DE ABDUCCIÓN COMO INICIACIÓN ESOTÉRICA

La irrealidad de una fantasía no es enteramente tan absoluta como por lo general suponemos: si nuestra conducta, por ejemplo, es afectada por nuestro deseo fantástico de ganar el afecto de la persona amada, si modifica nuestra vida y tal vez afecta todo el curso de nuestras carreras, ¿podremos decir sensatamente que fue una causa irreal la que produjo estos efectos por demás reales?

Hillary Evans

 

A lo largo de numerosos artículos y diversos ensayos, he venido proponiendo –ignoro con qué suerte- una nueva óptica de abordaje respecto de las causas tras el fenómeno OVNI; un abordaje equidistante de la interpretación materialista alienígena como de la psicologista que entiende estos fenómenos como subproductos alucinatorios de carencias o represiones emocionales. Una óptica que –resumo- entiende la presencia de una inteligencia exterior y ajena al testigo, pero que por razones que no abundaremos aquí (ya que ameritan un estudio por sí mismas) se disfraza, dramatiza y representa una puesta en escena de naves, astronautas, escalerillas, controles luminosos, camillas de quirófano, botas y cinturones fosforescentes, en fin, tuercas y tornillos.

Una óptica que entiende que, sea esa inteligencia o inteligencias sencillamente extraterrestre o complicadamente extradimensional (cualquier cosa que fuere lo que entendamos por este término) “construye” situaciones no “reales” en sí mismas en el sentido de causa y efecto, sino verdaderas teatralizaciones enteléquicas, donde el episodio tiene otras razones de ser que aquellas que se le adjudican.

Un automovilista avanza en total soledad por una carretera de madrugada. Es sólo oscuridad y silencio, paz y quietud lo que lo rodea en una noche donde, quizás, él es el único motorista que ha pasado por allí. De pronto, de un costado de la ruta emana un poderosísimo haz luminoso y el hombre, estupefacto, ve de entre un bosquecillo elevarse, hasta entonces inadvertido, un destellante OVNI multicolor que en potentísimo despliegue acelera y se pierde en lontananza.

Los ovnílogos conocemos un sinnúmero de casos de este tenor, y estoy seguro que cada uno que esté leyendo estas líneas no ha podido evitar el acto reflejo de asociarlo con algún episodio específico de su conocimiento. Y todo parece tan simple: una nave extraterrestre ha sido “casualmente” observada en su despegue por un circunstancial viandante. Tan sencillo como eso. O no. Porque, para molestar, se me ocurre una pregunta: ¿porqué tuvo el OVNI que despegar justo cuando pasaba el único automovilista de esa madrugada?. De haberlo querido, el despegar unos minutos antes o después lo hubiera mantenido en el anonimato (lo que, por otra parte y si uno se atiene a las periódicas “declaraciones” de estos pretendidos extraterrestres, o la propia historicidad del fenómeno, es lo que se reivindica permanentemente). Pero no. Es como si la inteligencia detrás del OVNI hubiera estado esperando ese momento. Como si lo hubiera hecho con toda intención de ser visto por ese solitario y desprevenido testigo. Pero sólo por un testigo.

O bien, también en horario fuera de lo común, dos amas de casa de un suburbio ven descender con movimientos erráticos un OVNI junto al cual, segundos después, se posa otro. De ambos sale un grupo más o menos numeroso de aparentes tripulantes que se dedican, afanosa y ostensiblemente, a “reparar” al primero de los objetos, o por lo menos eso es lo que parece ser la naturaleza de sus actos. Manipulan objetos con aspecto de herramientas bajo y sobre la nave, acarrean cajas de variado tamaño de uno a otro lado, incluso, ¡oh, bizarro anacronismo!, la rutilante luminosidad de… puntos de soldadura es arrancada de su superficie. Hasta aquí, todo parecería absolutamente previsible, esperable y dentro de lo atípico de la circunstancia, “normal”. Pero sólo si no nos hacemos ciertas incómodas preguntas. Por ejemplo: ¿Porqué siempre resulta exitosa en tiempo y forma la reparación? (Alguien dirá que las historias de “OVNIs estrellados” demuestran que “no siempre” terminan satisfactoriamente; pero precisamente a eso me remito. O se estrellan, o salen airosos de la “panne”). ¿Porqué no queda ningún resto material de semejante bricolage?. Y, lo más importante, ¿porqué siempre la reparación termina justo a tiempo?. A tiempo antes del inminente amanecer; a tiempo antes que pase el primer bus de la mañana, a tiempo antes que el policía de ronda, la patrulla de caminos o el guardia privado acierte a pasar por el lugar. En suma, justo a tiempo antes que aparezcan otros testigos.

De lo que queremos hablar, es que la experiencia OVNI tiene, indudablemente, un componente físico: el OVNI (o lo que sea que opera detrás de él) existe, deja huellas en el terreno, altera motores, deja “blips” en las pantallas de radar. Pero sus manifestaciones, por un proceso que lentamente trataremos de ir desentrañando, tiene su realidad psicológica también. Pero una realidad psicológica que trasciende el ideario imaginativo como única causación. Dicho de otra forma; si bien sería muy sencillo explicar estas manifestaciones como de carácter alucinatorio simplemente (y, si se me permite la petición de principio, parto del supuesto que hemos previamente eliminado los posibles casos de fraude), existen ciertas preguntas que debemos hacernos, y que demuestran que, si bien la explicación psicologista resulta a priori culturalmente satisfactoria, es sólo el producto de un paradigma, y si parece satisfacer con prontitud el deseo de respuesta es sólo porque constituye una explicación coherente más, pero no la única. O no tan coherente, en tanto y en cuanto no responda a esos interrogantes fundamentales.

Por ejemplo, la afirmación extendida de que ciertos autodenominados “testigos de encuentros cercanos” dramatizan un episodio de alucinación a partir del material que en el Inconsciente anida relacionado con ello (películas, relatos de diarios y revistas) es sólo digerible cuando sabemos que el sujeto acumula cierto bagaje informativo sobre el particular. Pero, ¿dónde deja eso a los miles de testigos analfabetos, marginales de la cultura que jamás han visto una película y menos sobre extraterrestres?. ¿Qué pasa con las descripciones cuando provienen, no sólo de avispados cosmopolitas, sino de trashumantes saharianos, bantúes, aldeanos del altiplano, indígenas chachapoias?. ¿Cuál sería en estos casos el “fundamento cultural” de sus percepciones?. Y, más aún, ¿qué pasa con los primeros testigos de los primeros tiempos, cualquiera que éstos hayan sido?.

Seguramente algún lector echará mano aquí al argumento del Inconsciente Colectivo, como gigantesca y atemporal “base de datos” de la humanidad y de cuyos arquetipos (estructuras eidéticas primarias) se alimentan todas las mitologías y, dirán nuestros detractores, lógicamente también la saga de los OVNI. Cuando Jung expresó la idea de que el OVNI, con su forma circular, era un “mandala”, símbolo de la totalidad, el reencuentro con sí mismo, abrió las compuertas a un aluvión de reduccionistas y simplistas: para ellos y desde entonces, el OVNI fue sólo la expresión inconsciente de la angustia existencial. Luego cerraron filas los freudianos, con su hipótesis de que los OVNIs con forma de cigarro eran… símbolos fálicos, emergentes de las carencias o represiones sexuales de la gente. No nos han dicho qué hacer con los OVNIs cúbicos, pentagonales, triangulares, pero no creo que haya problema: como ciertos psicólogos son capaces de explicar cualquier cosa, no dudo que no tardarán en construir una remanida estructura dialéctica a la que denominarán “explicación”.

Pero no nos alejemos del concepto de Inconsciente Colectivo y su arquetipo, el mandala. Sólo que creo que se trata de un excelente y estimulante concepto, sí, y no podemos desecharlo: tal vez los visitantes que llegan en naves en forma oval o esférica expresen la idea de totalidad, pero reconozcamos que hay que bucear en demasía para encontrar unos pocos componentes arquetípicos en el promedio de informes sobre OVNIs y, aunque los encontráramos, son más bien abstracciones intelectuales, improbables de inspirar una experiencia emocional vívida.

Ciencia ficción y OVNIs

La explicación más sencilla de un hombre no es la de otro hombre. Hace años, el folklorólogo Bertrand Méheust “demostró” la correlación existente entre las antiguas apariciones de OVNIs de los años ’40 y ’50 y relatos de ciencia ficción de principios de siglo. Esto parecía zanjarlo todo. Sólo que quedaba un problema que Méheust sugestivamente ignora: la absoluta improbabilidad que un campesino tejano de los ’50 hubiera leído, por caso, un relato de ciencia ficción publicado en alemán –y nunca traducido- en una revista de cuarenta años antes. Recuerdo un caso belga de 1954: “Una pálida luz les permitía distinguir lo que les rodeaba, y parecía no salir de ninguna parte”, detalle que sí tiene un antecedente en la narrativa fantástica francesa… de 1908: “Sobre ellos brillaba una luz verde difusa, pero, ¿de dónde venía?. Parecía formar parte del material mismo de la habitación…”.

Algunas de estas reflexiones pueden ser extendidas también al campo de la abducción. Es difícil creer que las particulares descripciones concordantes de los secuestrados en cuanto a ser coincidentes en detalles de, por ejemplo, el instrumental quirúrgico que se empleó sobre sus cuerpos respondan a un arquetípico modelo de escalpelo cósmico.

La avanzada psicologista, empero, se encoge de hombros y aduce la riqueza de recursos de la imaginación humana. Citan, en su concurso, los experimentos con voluntarios hipnotizados que fueron invitados a “imaginar” el secuestro a bordo de un OVNI, y la estrecha correspondencia de sus descripciones con los relatos dados como “reales”. De allí a deducir que los abducidos lo imaginan todo, hay sólo un paso. Pero es un paso en falso.

Porque, en primer lugar, puedo invertir la carga de la prueba de los mismos psicologistas y sostener que si se presupone que los testigos de apariciones OVNI toman el material de la cultura dominante para fraguar (aunque sea involuntariamente) sus “visiones”, pues con más razón pueden hacer lo mismo los voluntarios de estas experiencias (generalmente estudiantes universitarios deseosos de ganar unos dólares, amas de casa de mediana formación interesadas en ocupar sus tiempos libres en actividades estimulantes; pero nunca atareadísimos pastores montañeses), más aún, y como los mismos expertos saben, en un nivel profundo deseosos de complacer al controlador de la experiencia.

Pero el segundo detalle significativo (concluímos aquí sobre el extenso trabajo de Alvin Lawson, John De Herrera y Walter McCall, sobre el que volveremos) es que las descripciones concomitantes surgen con individuos hipnotizados, y no con los que no lo están. Al margen de que aún desconocemos casi todos los mecanismos que operan en ese eclipse de la conciencia que es la hipnosis, a la cual los mismos críticos señalan como herramienta poco fiable en la investigación ufológica, es significativo que dicha correspondencia (entre la anécdota real y el trance inducido) ocurra precisamente en ese estado. Aunque también podríamos decir, que más que construir escenas irreales con material profundamente inconsciente, estos experimentos establecen incuestionablemente la aptitud de los sujetos hipnotizados para reproducir, no a grandes rasgos sino con intrincados pormenores, argumentos a los que no habrían tenido acceso por medios convencionales. En el estado de hipnosis –y es razonable conjeturar que otros estados pueden servir igualmente bien- los sujetos parecen poder obtener acceso a material por medios que no son físicos ni sensibles, y reestructurar luego ese material sobre una base creativa y selectiva, usándola para urdir un relato dramático, a la medida de lo que se les pide.

En un trabajo anterior (“La fotografía psíquica entre la Parapsicología y los OVNIs”, publicado en distintos medios, entre ellos, en el número 9 de nuestra revista digital “Al Filo de la Realidad” – ) me he extendido –cosa que no haré ahora para evitar ser repetitivo- entre las correspondencias que a mi entender existían entre esas dos disciplinas. Pero para la mejor comprensión de la teoría que expondré aquí, es necesario profundizar en ciertas interrelaciones. Aquí, me detendré particularmente en dos: la indiferenciación entre observaciones de OVNIs y de otro tipo de “entidades” (marianas, demoníacas, etc.) y la “selectividad” que el fenómeno manifiesta.

Autores mucho más calificados que yo (Salvador Freixedo, Jacques Vallée, entre otros) abundaron en la investigación –especialmente abrevando en fuentes históricas- de “apariciones”, generalmente interpretadas dentro de un contexto religioso, pero que expurgadas de todo matiz cultural aparecían difícilmente desglosables de muchos aspectos, a veces centrales, a veces periféricos, del fenómeno OVNI. No voy a volver aquí sobre sus pasos. Simplemente (ante el clamor de muchos que seguramente sostendrán que cuando una señora campesina que “ve”a la Virgen esto es suficiente claro y taxativo como para no confundirla con un ET) repasar ciertos conceptos, el primero de ellos no perder de vista que no se puede ser a la vez juez y parte, lo que es tanto como decir que difícilmente yo pueda juzgar con equidad y objetividad una experiencia espontánea, emotiva y estresante como es la irrupción en la vida de cualquiera de uno de estos fenómenos. Como nadie es buen observador de sí mismo, que “yo concluya” que “mi” visión es tal o cual cosa es una petición de principio respetable, pero no aceptable. Lógicamente, muchas personas simples y sinceras están convencidas que han visto a la Virgen María o a tal o cual entidad espiritual porque así la misma se presenta, lo que, en todo caso, presupone asignarle a la entidad un grado de sinceridad que no se fundamenta más que en la necesidad de satisfacer las propias expectativas. Pero si analizamos objetivamente los hechos –y un ejemplo contundente de ello es el trabajo del investigador lusitano Joaquim Fernándes respecto de las apariciones de la Virgen de Fátima- sólo un condicionamiento preexistente –o ciertos intereses posteriores- del perceptor o de personas o instituciones de fuerte influencia sobre él –las iglesias- llevan a transformar lo visto en una entidad sacra determinada, cuando lo que generalmente se ve es simplemente una “luz”, o, en el mejor de los casos, una entidad humanoide, pero ni siquiera remotamente parecida a la hagiografía con que se les conoce. A fin de cuentas, un evento de los pocos mistéricamente aceptados por el Vaticano (las apariciones en Lourdes a Bernardette Soubirous) responde a estas características: Bernardette declara tener sus primeros encuentros con una “señora” (a la que por otra parte, describe casi como una niña) que, aunque se presenta como la “Madre de Dios”, le despiertan tanto recelo que no duda en concurrir a una de las “entrevistas” munida de un frasco de agua bendita que sorpresivamente arroja sobre la entidad. Que una niña campesina, inculta y en un medio fuertemente religioso como el que rodeaba a Bernardette sea lo suficientemente suspicaz como para dudar de que se tratara realmente de la Virgen, demuestra hasta que grado la entidad, cuando menos en su aspecto –si no en sus palabras- dista de responder a los modelos clásicos del género. Así, los sacerdotes estimulan (abierta o solapadamente) las revelaciones marianas, mientras prefieren ignorar centenares de miles de testimonios de manifestaciones que, por no caer bajo su égida, quedan en el limbo; sucesivos médiums espiritistas no tienen empacho en aceptar la aparición de la querida y muy finada tía Clara pero se encogen de hombros ante las descripciones de visitas alienígenas, y contemporáneos ufólogos sostienen audaces teorías cósmicas pero consideran pura y simple superstición los relatos de Garabandal o San Nicolás.

Pero en realidad esta división no nace tanto del fenómeno en sí (un triángulo luminoso se mantiene suspendido en un amanecer junto a un arroyo. Dos personas lo observan: una anciana campesina que salió a revisar su gallinero y, desde la autopista, un ingeniero que pasaba en su automóvil. ¿Alguien duda que la primera contará sobre una aparición “divina” o “demoníaca” y el segundo hablará sobre un “OVNI”?) sino de la diferenciación que nosotros presuponemos. Y diferenciar presupone que cada categoría es homogénea (“todos los OVNIs tienen en común algo fundamental”) y, segundo, que esta es distinta de otras categorías (“lo que los OVNIs tienen en común es distinto de lo que las apariciones marianas tienen en común”). Y eso implicaría que conocemos bastante acerca de OVNIs y apariciones marianas como para decir cuándo una aparición es lo uno o lo otro. Y habría que ser muy, pero muy pedante, para sostener que efectivamente, sí sabemos tanto.

Así que en esta aproximación, un refuerzo a la conexión entre Parapsicología y Ovnilogía radica en la muchas veces difusa línea fronteriza que separa ambos fenómenos. Pero habíamos hablado de una segunda correspondencia. Y es lo que yo llamo selectividad.

Como sabemos, el fenómeno Psi, cuando ocurre, no cumple muchas de las condiciones de las energías físicas. Eso lo he descripto en otro lugar y allí quedará. Pero llamo la atención sobre el particular que no cumple el efecto “de campo”: si yo enciendo una estufa y me paro al otro lado de la sala para percibir su calor, puedo estar seguro que cualquier punto entre la estufa y mi persona también será alcanzado por el calor, mayor cuanto más próximo a la fuente emisora esté. Pero en los fenómenos extrasensoriales esto no ocurre. Yo puedo protagonizar un episodio de telepatía con el señor que está al fondo del salón sin que nadie en los puntos intermedios perciba o interfiera con lo que estamos haciendo. O puedo actuar –es un decir, claro- telekinéticamente sobre la lapicera que tengo al otro lado del escritorio sin que resulten afectados, por caso, el ratón, el teclado, el teléfono, la pila de CDs o mi pipa que están entre esa lapicera y yo. La ingeniera Carolina Grashoff me propuso una explicación “sencilla”: un mecanismo de sintonía. Así, si movemos esa lapicera y no otra, si contacto telepáticamente con ese caballero y nadie más es que por alguna razón que se me escapa, hay una afinidad, una correspondencia, diría Carolina –ingeniera al fin- una capacidad de sintonización. Pero, en definitiva, ¿una sintonización con qué?. Y así, como el dial de la radio nos permite sintonizar distintas “frecuencias” –niveles- en las cuales se expresa un mundo diferente de sonidos, creo posible que esa capacidad de “sintonización” sea con un plano, una dimensión o un orden distinto de Realidad. Otra vez, el cerebro, entonces, no produciría el fenómeno, sino que, como transductor, lo calibraría. (integro aquí este concepto al que ya he expresado en mi artículo “Memoria: el archivo del Universo”, revista “Al Filo de la Realidad” número 10)

Bien, hay, de todas formas, una selectividad. Y cuando en una aparición OVNI (aunque, después de los párrafos que he escrito, sé que el lector entenderá que el mismo razonamiento puede aplicarlo a una pléyade de entidades) es percibida por ciertas personas de un grupo y no por otras, creo que se cumple un principio de selectividad similar. Aún cuando muchos crean que es más cómodo acudir a una explicación alucinatoria. Pero el punto es que más a menudo se echa mano a las alucinaciones como explicación que la probabilidad que las mismas sean las responsables, en principio, porque los cuadros alucinatorios requieren de patologías muy específicas y nunca se producen una sola vez en la vida, sino que tienen una recurrencia muy particular. Así que cuando un testigo dice estar viendo un OVNI que no es percibido por un circunstancial compañero, estamos aquí ante otra coincidencia fenomenológica entre OVNIs y Parapsicología.

Mi opinión personal es que Psi y OVNIs pertenecen, con matices, al mismo ámbito. Detrás de los OVNI deduzco la presencia de una Inteligencia o Inteligencias; detrás de los fenómenos Psi no, pero sí, por el contrario, la acción multifacética de fuerzas. Creo que en ese ámbito del que estaba hablando, las fuerzas que en él operan se manifiestan en el nuestro como fenómenos Psi, y las inteligencias que en él habitan se presentan en el nuestro con la mascarada OVNI. Creo que lo que llamamos “OVNI” es un ente proteiforme que se adapta a las necesidades emocionales de quien lo percibe. Y como toda conducta demuestra la presencia de una inteligencia, y asÍ como toda conducta tiene una motivación y un objetivo, el exacerbar las necesidades emocionales de los testigos tiene que tener también su razón de ser. Pero no nos apresuremos.

Ese ámbito del que he hablado lo concibo como un orden distinto de Realidad. Un plano Trascendente a aquél en que ocupamos. Y así comenzará a tener sentido el título de este trabajo.

Los que escuchan cosas del cielo

En esta época muy “newager”, quien más, quien menos, ha oído hablar de los shamanes indígenas y sus experiencias. Sólo una lectura superficial a este problema tan complejo podría llevar a creer que todo se reduce a una melánge de visiones provocadas por alucinógenos, creencias supersticiosas e ignorantes, estados estresantes de tortura física y mucho folklore. Todo antropólogo que haya seguido de cerca la experiencia shamánica sabe que ocurren sucesos que, por más positivista que sea su actitud, señalan que “algo” pasa, con “algo” se conecta el hechicero. Si las profundidades del Inconsciente, el mundo de los espíritus o dimensiones paralelas, es tema de discusión, pero las capacidades psicofísicas, los conocimientos premonitorios y clarividentes, las experiencias psicokinéticas, termogenéticas e hiloclásticas observadas no son tema de debate. Y, ciertamente, estos shamanes comparten un portal a un ámbito trascendente con los lamas del Tibet o los místicos occidentales en olor de santidad.

El primer paralelismo que encuentro entre la experiencia shamánica (quede claro que de aquí en más englobaré bajo este nombre un abanico muy amplio de experiencias y realizadores, donde categorizaré, sólo a título de simplificar, como “shamán” desde un Alce Negro hasta un San José de Cupertino) es la suspensión de la incredulidad. Durante la experiencia, los testigos de OVNIs aceptan como cosa común y corriente no sólo características de la aparición que resultarían chocantes con otra perspectiva, sino ciertas anécdotas que, devenidas dentro del episodio, no les llaman la atención: relojes que en sus muñecas corren “al revés”, falta de sombras o capacidad de hacer pasar cosas sólidas a través de otras son en ese contexto aceptadas como “normales”, aunque fuera de la experiencia llamen poderosamente la atención. Tomando en cuenta el arquetípico Miedo a lo Desconocido, tan propio del ser humano, experiencias que deberían ser psicológicamente terribles para cualquiera son aceptadas emocionalmente sin dificultad por los protagonistas. Aquí me pregunto si no estamos frente a otra conexión entre Parapsicología y Ovnilogía: la dicotomía “corderos” versus “cabras”.

 

Cuando la credulidad es una destreza

Fue el padre de la Parapsicología científica contemporánea, el biólogo norteamericano Joseph Banks Rhine quien allá en los años ’50 llevó a cabo una serie de experimentos muy interesantes. Separó un grupo de estudiantes universitarios según su actitud frente a lo paranormal: a los “creyentes”, los denominó “corderos”; a los escépticos, “cabras”. Y sometió ambos grupos a sus matemáticos y confiables tests de percepción extrasensorial. El resultado fue por demás sugestivo: sin posibilidad de subjetividad en la interpretación ni de proyección de creencias previas, definitivamente los “creyentes” obtuvieron, siempre, porcentajes de aciertos muy por encima del azar, mientras que las “cabras” rara vez alcanzaron ese piso. La conclusión era obvia: las creencias –diríamos, la emocionalidad- es como una espita que permite u obstruye la manifestación de fenómenos Psi. En consecuencia, proyectando estas conclusiones al terreno de los OVNIs, podemos afirmar que el hecho que los “creyentes” protagonicen más fenómenos que aquél incrédulo que sostiene gozoso que “nunca vio nada raro”, no se debe a actitudes pseudoalucinatorias del primero sino a un desenvolvimiento particular de las categorías descriptas de perceptores. En consecuencia, reconocemos aquí una parte de la mente del perceptor que actúa, ora como sintonizador, ora como perceptor, ora como amortiguador, ajeno a la conciencia del Ego. Un “yo” –en singular para diferenciarlo, por el momento, del Yo como Conciencia del Sí Mismo- que nos pone en contacto con el fenómeno, facilita su percepción –ajena a otras personas circunstanciales; no es, por tanto, la percepción física ordinaria- pero al mismo tiempo salvaguarda del efecto traumático del choque cultural que significaría darle ingreso a nuestra historia vivencial sin ”ajustarlo”.

 

Más acá de la mente

Es muy común –exageradamente común- leer con distinta suerte todo tipo de comentarios respecto a los “ilimitados” poderes de la mente, las maravillas de que es capaz (y que ignoramos) y sus sorprendentes recursos. Y sin menoscabar todo ello –no sería, por obvias razones, justamente yo quien lo haría- creo que es necesario en honor a la verdad poner ciertos límites y enmarcar dentro del sentido común algunas apreciaciones, por lo menos aquellas atinentes a las cuestiones que estamos abordando aquí.

Porque creo que se exagera gratuitamente la presunción de que cualquier evento “extraño” que un individuo protagonice puede ser atribuido a la mente, como si ésta fuera una galera de prestidigitador, como si por arte de birlibirloque la misma fuera capaz de las más extrañas evocaciones, mediante las cuales creemos poder reducir todo hecho insólito a la difusa categoría de “alucinación” o “visión” sin más preocupación, y sin, por lo visto, la sana reflexión respecto de si la mente ha sido después de todo realmente capaz de producir aquello que le atribuímos.

Rostros desconocidos acuden a mi mente durante un sueño, o en estado de “alucinación hipnagógica “ –la que ocurre cuando estamos por quedarnos dormidos- o “hipnopómpica” –la que acude apenas nos despertamos. Nos consolamos diciéndonos que, seguramente, es “una creación de mi mente”, por lo tanto falsa e ilusoria, y no le damos más importancia, seguros que nuestra mente nos ha jugado una mala pasada y que esos personajes no “existen”, en ningún plano de existencia del que estemos hablando. O soñamos que nos paseamos por una casa que sabemos que es “nuestra” casa, pero no se parece en lo más mínimo a la “real”, o visitamos una ciudad que, aunque reconocemos, no aparenta ser como sabemos en vigilia que es. Y nos despertamos, musitamos algo así como “pero qué cosas raras hace la mente” y pasamos a ocuparnos de tareas más terrestres. Y se nos acaba de escapar algo fundamental.

Porque si la mente “construye” los sueños y las alucinaciones –aceptemos la postura oficial de la Psicología- como dramatización de represiones, o eclosión de deseos, es decir, responde a la necesidad de satisfacer ciertas expectativas del Inconsciente, lo lógico es que lo construyera con material conocido y no desconocido. Si evoca rostros, por un principio de economía energética –válido también en la esfera psíquica, más aún si el escéptico detractor es un mecanicista y positivista- ¿no deberían ser rostros de personas conocidas ante que soberanos extraños?. Si para entretenerse durante el dormir la mente decide irse a pasear a cierta ciudad que conoce, ¿no sería lógico que la reprodujera más o menos como es en realidad?. Entonces, por aquél maltratado principio de economía de hipótesis, cabe preguntarse: si la mente se toma el trabajo de “representar” rostros desconocidos o lugares ajenos a su conocimiento, ¿no será que, por vías que escapan a los alcances de este trabajo, toma esa información de “otra” realidad?. Todo esto sugiere una decisión deliberada por parte de lo que construye los sueños, otra parte de la mente que no es la mente, un “yo” distinto a los otros “yoes” que venimos considerando, cuyo propósito se me escapa.

Reflexiones que pueden hacerse extensivas también a la casi innata actitud pública de considerar que quienes son testigos presenciales de apariciones fantasmales, en, pongamos como ejemplo, un antiguo castillo, son en definitiva víctimas también de las trampas de sus propias mentes. Pero la pregunta que me hago es: si las visiones de aparecidos, espectros y fantasmas son simplemente alucinatorias, ¿porqué distintas personas, generalmente desconocidas entre sí y en ocasiones en épocas temporales distintas, alucinan lo mismo?.

OVNIs y espiritualidad

Antes de continuar, intuyo que la manera de aproximarme al estudio de los OVNIs que aquí planteo resultará bizarra y extraña a la mayoría de los lectores (aunque sostendría que si han sobrevivido a la lectura hasta aquí vamos bien encaminados); en mi descargo sólo puedo decir que otras aproximaciones –intentadas en el pasado por muchos acreditados colegas y hasta por mí mismo- más cercanas al método de laboratorio –no quisiera decir “científico”- no han dado mejores resultados para entender al fenómeno. Y creo, sinceramente, que el método más seguro es el de estudiar siempre un fenómeno en su propio plano de referencia, sin perjuicio de integrar luego los resultados en una perspectiva más amplia. De manera que me he visto obligado a hacerme algunas preguntas (otras más) cuando acometí este análisis. Por ejemplo: ¿porqué el tema OVNI ha ido girando –algunos dirían “mutando”- en los últimos años de un tratamiento exclusivamente “cientista” o casuístico a una óptica pseudoreligiosa?. ¿Por qué la evolución del tema llevó a la opinión pública a llamar “expertos en OVNIs” hoy en día a quienes son lisa y llanamente “contactados”, mientras que décadas atrás ese rótulo se le endilgaba a quien sólo sometía al testigo y su relato a un cribado estudio estadístico?. ¿Porqué se “espiritualizó” de esa manera el tema?. Una de tantas posibles respuestas: ¿no será que se fue volviendo más “espiritual” porque precisamente esa era su naturaleza desde el principio?.

Tenemos que ser muy cuidadosos cuando incluímos la variable “espiritualidad”. Desde ya, no me estoy refiriendo a las religiones y, mucho menos, a las iglesias –del tenor que fueren- a las cuales, con todo respeto y sana disensión, sólo considero lo que su etimología griega (“ekklesía”) significa: “reunión de hombres”. Hablo de espiritualidad para referirme, ora a una dimensión inasible de la naturaleza humana, ora a una necesidad inconsciente, la necesidad religiosa o necesidad mágica, arquetípica en toda la especie humana. Sólo que no considero esta necesidad como un “chupete afectivo”. Ya expresé alguna vez que si nuestra naturaleza busca algo, es porque en algún lugar hay otro algo que la satisface. Dicho de otra manera, en la medida en que el inconsciente es el “cul de sac”, el precipitado de las innumerables situaciones límites vividas por el individuo, no puede dejar de parecerse a un universo mágico, ya que toda magia, aún la más elemental, es una ontología: revela el ser de las cosas y muestra lo que es realmente, creando así un marco de referencias que propone un Centro cada vez que nuestra existencia se ve amenazada de caer en el Caos. Por ello, la espiritualidad es la salida ejemplar de toda crisis existencial. La espiritualidad comienza allí donde hay revelación total de la realidad: revelación de lo sagrado a la vez –de lo que es por excelencia- y de las relaciones del hombre con lo sagrado, multiformes, cambiantes, muchas veces ambivalentes, pero que siempre sitúan al ser humano en el corazón mismo de la experiencia. Esta doble revelación abre al mismo tiempo la existencia humana a los valores del espíritu, por una parte lo sagrado constituye lo Otro por excelencia, lo “trascendente”, y por otra parte, lo sagrado tórnase ejemplar, en el sentido que instala modelos a seguir: trascendencia y ejemplaridad que fuerzan al hombre espiritualizado a salir de las situaciones personales, a sobrepasar la contingencia y lo particular y llegar a valores generales, a lo universal.

Esa metamorfosis viven muchos testigos de apariciones OVNI. Están en el centro episódico de una situación trascendente, que se manifiesta –se puede manifestar- de innúmeras formas: es proteiforme, ya lo dijimos. Pero después, la persona cambia: se abre a nuevos valores, nuevas creencias, y nuevos paradigmas de vida. Trasciende la estrechez de su cotidianeidad y, transmutado en contactado, testigo estrella o “ufólogo”, tiene algo que predicar al mundo.

De lo que estoy hablando es que supongo que el contactado tiene la potencialidad latente de “algo”, que se dispara con el contacto: si superioridad espiritual, ingenuidad a prueba de bombas o paranoia galopante, quién sabe. Pero la experiencia física afuera dispara algo adentro. Una conmoción sensorial puede despertar una personalidad distinta. Eso es absolutamente esotérico, duerme en los fundamentos de todo rito iniciático. Con frecuencia –aún fuera de los templos- se requiere la conmoción producida por una experiencia emotiva para hacer que la gente se despierte y ponga atención, vea más que mirar. En el siglo XIII, eso le pasó a Ramón Lllulio, quien, después de un largo asedio, consiguió una cita secreta con la dama de la que estaba enamorado. En la noche y a solas, ella, calladamente, se abrió el vestido y le mostró su pecho, carcomido por el cáncer. La conmoción cambió la vida del hasta entonces libertino Lllulio, quien con el tiempo llegó a ser un místico y teólogo eminente y uno de los más grandes misioneros de la iglesia católica. En el caso de un cambio tan repentino, se puede demostrar con frecuencia que un arquetipo ha estado operando por largo tiempo en el inconsciente, preparando hábilmente las circunstancias que conducirían a la crisis.

 

¿La salvación por el OVNI?

En líneas generales, todos los “contactados” transmiten el mensaje de que si esta sociedad no cambia a tiempo su destrucción es inminente: revelados estos mensajes o no por sus Maestros Extraterrestres, siempre serán unos pocos elegidos los salvados en el último momento. Y así uno no crea en Arcas de Noé interplanetarias evacuando la Tierra minutos antes del Apocalipsis, la presencia de los OVNI en nuestra cultura tiene la paternidad de la potestad divina. Porque es bien sabido que los malestares y las crisis de las sociedades modernas responden, en buena manera, a la ausencia de un mito –no como mentira, sino como ideal legendario- propio. Si consideramos el crecimiento intelectual y moral de un individuo como el de la ontogenia de la cual proviene, y si afirmamos que las crisis y caídas del adolescente lo son en buena manera por no tener una “imagen” paterna que ansíe imitar o emular, la ausencia de una “imagen paterna” en una sociedad cambiante como la moderna es la razón de sus desequilibrios y carencias. Por ende, la salvación del mundo moderno, en crisis después de su ruptura con los valores tradicionales, está en encontrar un nuevo mito, lo que le llevará a una nueva fuente espiritual y le devolverá las fuerzas creadoras. Pero si además ese mito también tiene una realidad física, y si esa realidad física también evidencia una Inteligencia detrás, tenemos un epifenómeno a caballo entre dos mundos: el de lo tangible cotidiano, y otro plano. Si dimensión paralela, mundo de los sueños, cielo o infierno, depende de la terminología a la que sea más afecto cada uno. Lo cierto es que el OVNI –y sus responsables- están aquí, y expresan nuestra necesidad de cambio.

¿Pero cambio de qué?. Es bastante obvio. Si tecnológicamente tenemos lo que queremos –sabemos que aún habrá más, pero nunca hemos estado en este sentido como ahora- si afectiva o sexualmente no tenemos represiones o se nos veda nada, si intelectualmente desde la enciclopedia en la biblioteca del barrio hasta Internet podemos acceder libremente a cualquier tema que nos interese, entonces nuestras carencias son estrictamente espirituales. Y si usted piensa en su alicaído bolsillo a consecuencia de una economía nacional pauperizada, permítame decirle que en última instancia eso también es espiritual. Sin negarle ni quitarle su derecho a ingresos más dignos, recuerde aquello de que “rico no es quien más tiene sino quien menos necesita”. Una actitud espiritual que puede aceptarse o no libremente, pero no deja de ser una actitud espiritual para enfrentar la crisis. Y una conclusión a la que he arribado es que, salvo escasas excepciones, el público afecto en forma más o menos comprometida con el tema OVNI en principio termina inclinándose, tarde o temprano, en búsquedas más espirituales: yoga, orientalismo, parapsicología, metafísica, angelología, o lo que sea. De donde el OVNI hace las veces de “portal”, de acceso (todavía no llegó el momento de hablar de iniciación). Y si de algo podemos estar seguros, es que la historia del pensamiento humano no hubiera sido la misma si no hubiera aparecido, sociológicamente, la variable OVNI.

 

La nueva guerra santa

Siempre me ha llamado poderosamente la atención la emocionalidad subyacente detrás de la investigación OVNI. Difícilmente exista campo del interés humano donde entusiastas y detractores se enfrenten más empeñados en un combate cuerpo a cuerpo que en un sensato intercambio de ideas. Los insultos, los conatos de pugilato y las actitudes despectivas proliferan de ambos lados, y todos y cada uno creen tener una razón profunda, una verdad inalterable para proceder así. Gente sencilla y alegre, confiable y sensata, pragmática y querible, comerciantes, bancarios, ingenieros, periodistas, maestros de escuela, padres de familia y apreciados por quienes les conocen, se transforman en “explotadores de la credulidad ajena” o “reaccionarios mentirosos” a los ojos de sus contendientes intelectuales. Deberíamos entonces preguntarnos si esto –que no me animo a llamar “fanatismo”, porque éste se trata de una verdadera psicopatología con muchas otras características que por lo habitual los ovnílogos y escépticos militantes a los que me refiero no muestran- no tiene correlato con las actitudes intransigentes de cristianos y musulmanes propias de épocas pasadas, donde el combate contra el “enemigo ideológico” era una verdadera guerra santa por la Verdad.

Y uno de los matices colaterales de esta “emocionalidad” intrínseca a la actividad ovnilógica (y, al mismo tiempo, punto de quiebre entre los que reivindican una “objetividad científica” y aquellos a los que acusan de “demasiado subjetivismo en el tratamiento de la información”) es la actitud con que los ovnílogos tomamos nuestra actividad: es casi nuestra vida. Lo hacemos con pasión, con lágrimas y risas, con depresiones y éxtasis exultantes.

¿Porqué la ovnilogía nos motiva tanto?. Ciertamente pueden inventarse muchas explicaciones, pero creo que la mayoría no pasarán de ser simplemente eso: inventos. Que compensamos carencias infantiles, que satisfacemos necesidades mágicas, que alimentamos nuestro deteriorado ego con protagonismos insulsos, que reprimimos nuestro complejo de inferioridad… Tal vez en casos individuales algunos de estos enfoques reflejen la realidad, pero ciertamente aglutinar todos ellos para describir el porqué de tanta pasión en los ovnilógico –pasión que en calidad, no en signo, es compartida por igual por defensores y detractores- debe tener otros fundamentos. Y entiendo que estos fundamentos son esotéricos.

 

Tomemos un ejemplo paralelo para comprender este aserto. Y remitámonos a algo tan cotidiano como la actividad laboral, el trabajo nuestro de cada día. Y, de paso, comprender porqué “sufrimos” el vacío espiritual detrás de las actividades diarias, que es como decir descubrir porqué la vida, pese a tener a veces cuánto deseamos, aparece “sin sentido”. Si esta aproximación esotérica a la Ovnilogía nos permite, colateralmente, entender esa situación, creo que en cierta medida mi esfuerzo –aunque por razones ajenas a mi interés principal- se verá recompensado.

 

En las antiguas culturas tradicionales, la sacralidad, la espiritualidad estaba necesariamente presente en todos los órdenes de la vida. Era impuesta desde la niñez, y no se concebía, por ejemplo, abrir la tienda por la mañana sin abluciones, ni reunirse con amigos sin elevar ciertas preces. Cualquier gesto responsable de la tarea humana reproducía un modelo mítico, trascendente y, en consecuencia, se desenvolvía en un “tiempo” ajeno a la línea de temporalidad mortal, en un tiempo sagrado. El trabajo, los oficios, la guerra, el amor, eran sacramentos. Escribe Mircea Eliade: “Volver a vivir lo que los dioses habían vivido “in illo tempore” traducíase por una sacralización de la existencia humana que completaba de ese modo la sacralización del cosmos y de la vida. Esta existencia sacralizada, abierta sobre el Gran Tiempo, podía ser muchas veces penosa, mas no por ello dejaba de ser menos rica en significado; en todo caso, no estaba aplastada por el Tiempo. La verdadera “caída en el Tiempo” comienza con la desacralización del trabajo; sólo en las sociedades modernas ocurre que el hombre se siente prisionero de su oficio, por cuanto no puede escapar ya del Tiempo. Y es porque no puede “matar” su tiempo durante las horas de trabajo –esto es en el momento en que goza de su verdadera identidad social- por lo que se esfuerza por “salir del Tiempo” en sus horas libres; de donde el número vertiginoso de distracciones inventadas por las civilizaciones modernas. En otros términos, las cosas ocurren precisamente al revés de lo que son en las sociedades tradicionales, donde las “distracciones” casi no existen, por cuanto la “salida del Tiempo” se obtiene por todo trabajo responsable. Es por esta razón que, como acabamos de verlo, para la mayoría de los individuos que no participan de una experiencia religiosa auténtica, el comportamiento mítico déjase descifrar, fuera de la actividad inconsciente de su psiquis (sueños, fantasías, nostalgias, etc.) en sus distracciones”.

De esto deduzco tres cosas:

 

–         La naturaleza mística del fenómeno OVNI dota a quienes lo hacen eje de sus tiempos de una sacralidad que (esto es importante señalarlo) no está en el observador – analista, sino en el fenómeno en sí. Esta “transferencia” del contenido feérico del objeto – símbolo al sujeto humano asume el carácter de una verdadera “emanación” en el sentido más cabalístico del término, lisa y llanamente una epifanía.

–         Es consecuencia esperable, lógica y hasta sana que la “investigación científica del fenómeno OVNI” devenga en una “espiritualidad del OVNI”. Una espiritualidad no religiosa, o, más bien, no eclesiástica. El problema –en todo caso, metafísico y teológico- es si podemos considerar divinizables a las entidades inteligentes que operan detrás del fenómeno, o si por el contrario el ámbito de lo metafísico debe abandonar el Parnaso intelectual para ser reducido a materia de discusión empírica. ¿Debemos hacer de las religiones una ciencia?. ¿Debemos retornar a una ciencia de las religiones?. ¿O no sería más sencillo comprender que estos ámbitos nos muestran las limitaciones que ciencia y religión acusan –no por falsas e incompletas, sino por insuficientes para este especial momento de la evolución humana– y por consiguiente debemos crear una nueva opción en el proceso de conocimiento de la Realidad, una opción que hermane la ciencia y la religión?.

–         Finalmente, la extrapolación natural de estos razonamientos nos enseña que a través de estas disciplinas de la Nueva Era (concepto que empleo en un sentido sociológico, desprovisto de toda connotación peyorativa) en general y de la aprehensión (más que de la comprensión; luego explicaré las sutiles diferencias entre ambos términos) se materializará el próximo salto evolutivo de la humanidad: que esta vez, no será biológico, intelectual ni tecnológico; será hacia una nueva espiritualidad. Y esa nueva espiritualidad debe construirse sobre los escombros de la espiritualidad reinante en el aquí y ahora. Esto es tanto como decir que, si el mundo estuviera sensatamente encauzado espiritualmente, no habría lugar para una nueva espiritualidad: ni sentiríamos la necesidad de buscarla, ni nos angustiaría que la anterior hubiera caducado –porque entonces no lo habría hecho-; cómodamente instalados en esa espiritualidad perenne, no sentiríamos las fuerzas que nos moverían a hacer ningún cambio. Precisamente porque la espiritualidad que conocimos se derrumba, es que surge la oportunidad del nacimiento de una nueva; pero también podríamos decirlo así: precisamente porque nacerá una espiritualidad nueva, debe primero derrumbarse la vieja. Y esa nueva espiritualidad no es ajena a las fuerzas que operando en –o desde- un campo Psi son monitoreadas por inteligencias ocultas detrás de lo que llamamos (o percibimos como) OVNIs.

 

Jung supo escribir: “… Se puede percibir la energía específica de los arquetipos cuando experimentamos la peculiar fascinación que los acompaña. Parecen tener un hechizo especial. Tal cualidad peculiar es también característica de los complejos personales; y así como los complejos personales tienen su historia individual, lo mismo les ocurre a los complejos sociales de carácter arquetípico. Pero mientras los complejos personales jamás producen más que una inclinación personal, los arquetipos crean mitos, religiones y filosofías que influyen y caracterizan a naciones enteras y a épocas de la historia”. Es innegable la colateralidad de este comentario al componente “emotivo” de los OVNIs. Y cualquier escéptico podrá, burlonamente, señalar que esa fuerza sentimental es lo que le quita seriedad a la investigación de los OVNIs en particular y a la vida de los ovnílogos en general, porque tal componente obnubila la razón, el análisis frío y desapasionado de los hechos, tiñéndolos más de un matiz religioso que científico. Pero el ovnílogo, frente al científico escéptico, tiene desde el vamos una postura ventajosa. Porque su emocionalidad ya le ha permitido ganar la más difícil de las batallas: el temor al sin sentido de la vida.

Todos necesitamos ideas y convicciones que le den sentido a nuestra vida y que nos permitan encontrar un lugar en el universo. Podemos soportar las más increíbles penalidades cuando estamos convencidos de que sirven para algo, y nos sentimos aniquilados cuando tenemos que admitir que estamos tomando parte en un cuento contado por un idiota. Una sensación de que la existencia tiene un significado más amplio es lo que eleva al hombre más allá del mero ganar y gastar. Si carece de esa sensación, se siente perdido y desgraciado. Si San Pablo hubiera estado convencido de que no era más que un tejedor ambulante de alfombras, con seguridad no hubiera sido el hombre que fue. Su verdadera y significativa vida reside en su íntima certeza de que él era el mensajero del Señor. Se le puede acusar de sufrir megalomanía, pero tal opinión palidece ante el testimonio de la historia y el juicio de las generaciones posteriores. El mito que se posesionó de él le convirtió en algo mucho más grande que un simple artesano.

 

El cielo en la carne

Ya hemos insinuado que existe, a nuestro criterio, ciertas características de las prácticas shamánicas (recordando el amplio espectro de aplicación que damos a esta palabra) que podrían introducirnos en un conocimiento más profundo de la experiencia OVNI. Para ello, es necesario, primero, que dediquemos cierto tiempo para comprender la naturaleza de algunas prácticas de estos malentendidos “hechiceros”.

Comencemos por el concepto del “vuelo” entre sus atribuciones. En tiempos históricos, está claro que este “vuelo” es espiritual. Ciertamente, fisiólogos y médicos dirán que se tratan de creaciones alucinatorias provocadas o bien por las sustancias alucinógenas a las que son tan afectos, o bien como consecuencia de las flagelaciones, torturas físicas y situaciones extremas a las que, como parte de su aprendizaje, someten cuerpo y mente. Una conducta masoquista que, en un todo, es coherente con sus creencias. Entre los hindúes, dice el Satapatha Bramana, en su Capítulo IV: “El sacrificio, en su conjunto, es la nave que lleva al cielo”. Pero concluir que sus percepciones son “alucinaciones” –en todo su sentido de ilusorio- creadas por el sufrimiento, el estrés de una situación límite o las drogas puede ser un enfoque equivocado de la situación. Es como las alucinaciones –ciertas alucinaciones- que acompañan los estados febriles o algunas enfermedades. Creemos que son una afección mental, un síntoma patológico que ocurre cuando padecemos ciertas crisis y que desaparecerán cuando estemos mejor. No parece que a la mayoría de los especialistas se les haya ocurrido que así como el contenido de los sueños es mucho más interesante e informativo que el hecho de que soñemos, el estudio más detallado de esas alucinaciones puede enseñarnos que no es la forma en que aparece, sino el hecho de la forma con que aparezca lo más interesante de ellas. El hecho de que una persona tenga una alucinación puede indicar que se encuentra en un estado mental anormal pero no necesariamente patológico. Más exactamente: las alucinaciones podrían no ser el resultado de la enfermedad por sí misma, sino del estado alterado de conciencia que es inducido por la enfermedad. Y ello sería perfectamente aplicable a la experiencia shamánica.

La segunda objeción que tendría que hacer es a la tendencia innata de médicos y psicólogos a explicar las visiones de shamanes y las descripciones de abducidos como regresiones a los primeros días de vida o a la etapa fetal. Y de esto se ha abusado mucho. Porque, por otro lado, los neurólogos saben perfectamente bien que el mecanismo cognoscitivo de un bebé de días –y no hablemos de un feto- apenas se encuentra burdamente desarrollado e incompleto, de donde es ilusorio aceptarle la capacidad de “grabar” vívidamente imágenes (los “cabezones” que se inclinan sobre su cuerpo, la luz al final del túnel… vaginal, el aspecto esférico del vientre materno) para reconstruirlo inconscientemente más tarde.

Pero además no es de ahora las explicaciones de los materialistas en busca de explicar episodios espirituales a través de la actividad de tal glándula, tal trauma infantil, tal situación embrionaria. Tal vez esas “explicaciones” de las realidades complejas –como es la del espíritu- resulten ilustrativas pero no son en absoluto explicaciones: solamente constatan –lo que nadie refutaría- que todo lo creado tiene un origen en el tiempo. Pero es evidente que el estado fetal no explica el modo de ser y sentir del adulto: un embrión sólo tiene significado en la medida en que está ordenado y relacionado con el adulto. No es el feto lo que “explica” al hombre, ya que el modo específico del hombre en el mundo se constituye justamente en la medida en que no goza ya de una existencia fetal. Los psicoanalistas hablan de regresiones psíquicas al estado fetal, pero se trata de una interpolación, ya que si bien es cierto que las “regresiones” son siempre posibles, ellas no significan nada más que afirmaciones del tipo siguiente: una materia viva regresa –por la muerte- al estado de simple materia, o una estatua es susceptible de regresar a su estado primero de naturaleza bruta si la reducimos a escombros a puro martillazo. Pero el problema es otro: ¿a partir de qué momento una estructura o un modo de ser es reputado como constituido?.

 

Conclusión: el “vuelo” místico tiene entidad propia, y hacia ella apuntaré ahora mis pasos. Y si bien comenzaré hablando del “vuelo” extático del shamán, terminaré haciéndolo sobre otro “vuelo”: el que llevó a tanta gente –en qué estado, es otro capítulo- al interior de un OVNI. Un OVNI que, ciertamente, no era el útero materno.

 

Malinterpretando a propósito: Lawson y la “conexión uterina”

Si en ocasiones algunos conocidos me acusan de resultar un tanto “conspiranoico” al evaluar las acciones de los demás, deberán aceptarme, cuando menos, que cuento con fundadas sospechas para ello. Por caso,  a través de años los escépticos han reivindicado los estudios de un supuesto biólogo llamado Alvin Lawson en el sentido que sus investigaciones con regresiones hipnóticas habrían demostrado que los supuestos “secuestros” no serían más que tardíos recuerdos intrauterinos. De esto, ya he escrito algo en páginas anteriores. Y si bien, ciertamente podríamos encogernos de hombros y decir que con el mismo argumento con que los escépticos critican la hipnosis para rescatar del olvido los sucesos protagonizados durante el “tiempo perdido” de estos testigos nosotros podríamos descreer de las conclusiones de tal investigación, lo cierto es que la concepción uterina de Lawson se ha transformado con el tiempo en un ícono de los negadores de siempre.

Pero –mira por dónde viene la cosa- casualmente tuve oportunidad de acudir a ciertas fuentes (el propio Lawson, en su conferencia “Raíces extraterrestres: seis tipos de entidades de los OVNIs y algunos posibles antepasados terrestres” en el Simposio del MUFON en California, 1979, y “La hipnosis de secuestrados en OVNIs imaginarios”, en Curtis Fuller, Actas del Primer Congreso Internacional sobre OVNIs, 1977 –Warner Books, Nueva York, 1980-) y no sólo vengo a descubrir que el “biólogo” era en realidad un profesor de inglés en la Universidad de California, sino que las afirmaciones del propio Lawson no tienen absolutamente nada que ver con que los escépticos profesionales han desparramado por ahí. Así que relataremos la historia como realmente ocurrió.

 

En 1975, un investigador del grupo norteamericano APRO (Aerial Phenomena Research Organization), John De Herrera, junto al profesor Lawson y el doctor W.C. McHall, diseñaron un interesante experimento. Por medios de anuncios en periódicos convocaron a un grupo de voluntarios para un experimento hipnótico no especificado. Se seleccionó a ocho que virtualmente nunca habían leído nada sobre OVNIs ni temas similares, y, en sesiones individuales, se les inducía a visualizarse –en estado de trance-en algún lugar, una playa, el desierto, etc., y se le “sugería” la aparición primero de un OVNI, el secuestro posterior y los experimentos que sobre ellos se realizarían eventualmente en su interior. Esto es muy importante señalar: no se trataba de sugerirles la aparición de un OVNI, sino que los testigos eran condicionados a pasar por todas las fases de la experiencia que describía el experimentador. Pero lo que sí se observó en las conclusiones es que el relato o, mejor dicho, las respuestas dadas por los sujetos del experimento, eran enormemente parecidas a las descripciones hechas por los protagonistas de secuestros, especialmente aquellos donde la descripción pormenorizada del interior del OVNI y de lo que allí había ocurrido había sido recuperada también bajo hipnosis. Esto llevó a los experimentadores a afirmar : A los fines de nuestra actual investigación, estos experimentos establecen incuestionablemente la aptitud de los sujetos hipnotizados para reproducir, no simplemente a grandes rasgos sino con intrincados pormenores, argumentos a los que no habrían tenido acceso por medios convencionales.”

Como se ve, algo a años luz de sostener que toda experiencia de abducción es una regresión uterina. De hecho y extrapolando, podemos decir junto a Evans (op.Cit.) que estas conclusiones señalan que en el estado de hipnosis –y es razonable conjeturar que otros estados pueden servir igualmente bien- los sujetos parecen poder obtener acceso a material por medios que no sin físicos ni sensibles, y reestructurar luego ese material sobre una base creativa y selectiva, usándola para urdir un relato dramático, circunstancial y persuasivamente coherente.

Esta impresión se acentúa cuando el equipo de Herrera, Lawson y McHall señaló, por otra parte, las diferencias entre los casos “reales” y los “imaginarios”, a saber:

–         los casos reales ocurrieron involuntariamente,

–         los testigos estaban frecuentemente asustados,

–         se denunció un “tiempo perdido”,

–         en algunos casos se advierten efectos físicos,

–         hubo efectos fisiológicos en el testigo,

–         sobrevino amnesia,

–         hubo secuelas psicológicas,

–         y hubo manifestaciones psíquicas y otros efectos emocionales.

 

De manera que todo esto concurre a abandonar el último bastión reduccionista de las explicaciones pseudopsicológicas y abordar el tratamiento de la abducción cuando menos en el sentido en que veníamos haciéndolo. La correspondencia entre los “aciertos” de los sujetos hipnotizados en el experimento y los protagonistas de episodios reales tiene, a mi criterio y continuando con mi línea de pensamiento, una explicación ajustada:

¿Qué habría ocurrido si en un experimento de esas características en vez de acudirse al “episodio – símbolo OVNI” se hubiera privilegiado cualquier otro estímulo?. El OVNI está tan incrustado en el Inconsciente Colectivo, que la escenificación y vivencia de un episodio de estas características puede haber “disparado” en esos ocho sujetos fenómenos de naturaleza parapsicológica, de conocimiento paranormal, v.gr, clarividencia, o bien, por simple “resonancia mórfica” (sigo aquí al biólogo Ruppert Sheldrake) se hizo “eco” en ellos, y en ese estado psíquico tan particular, lo que ya se ha incorporado al banco de imágenes de nuestra especie.

Berthold Schwarz  (“Una visita con gente del espacio”, en Curtis Fuller, op.cit) dice: “un contacto no es sólo un hecho aislado en la vida de un individuo, sino algo que debe verse en el contexto más amplio de su historia pasada y sus experiencias, actitudes y conducta posteriores al contacto. Muchos tienen personalidades disociativas, y en algunos casos hasta personalidades múltiples. Son susceptibles de estados de trance. Empero, llevan una vida normal, de responsabilidad, cumplen con su trabajo, están al frente de sus familias, se abstienen de una conducta antisocial. Pero, a menudo, eso cambia cuando tienen sus avistajes de OVNIs: estallan como un volcán en erupción. ¿Sus problemas psicológicos hicieron que imaginaran la experiencia, o una experiencia real llevó los problemas a la superficie?. Sencillamente, no lo sabemos. Ciertamente sabemos que, luego de esta supuesta experiencia, los protagonistas pueden experimentar alternativos estados de conciencia, entrando y saliendo de estados de trance, durante los cuales pueden canalizar mensajes de entidades de extraños nombres. En lo que concierne al contenido, estas imágenes carecen de valor. Empero, cualquiera que sea su causa, cualquiera que sea su origen, “ocurren”. Otra cosa que sucede es que, alrededor del perceptor, se desatan fenómenos Psi. Tal vez esto sea de esperar, puesto que los estados parecidos al trance inducen la producción de la Percepción Extrasensorial y la psicokinesis.”

“Quizás la experiencia OVNI sea un modo para que estas personas se realicen. A veces, resulta que el contacto con el OVNI sirve positivamente a lo que el perceptor necesita: otras veces resulta que no, y la persona termina peor que antes”. Y yo concluyo el pensamiento de Schawrz, sosteniendo que, entonces, el OVNI es un catalizador y “realiza” a la persona, cumpliendo así una función religiosa (“re-ligare”: unirse o encontrarse a sí mismo o con Dios) que no se alcanza por otro conducto. En consecuencia es natural, esperable y hasta lógico que se “sacralice” la experiencia. Si esto mejora la calidad de vida del individuo y sus semejantes, proyectándolo hacia un futuro de obras y sentido, o si lo hunde en la locura, la manipulación abyecta o la paranoia, tiene que ver con la capacidad tanto del mismo de “manejar” semejante información (quizás debería haber escrito “contenido espiritual”) en relación a la conducta (de rechazo y burla, de equilibrio y comprensión, de fanatismo exacerbado) que manifieste su entorno. Percibo aquí algo similar a lo descrito por shamanes y ocultistas de todas las épocas –en Oriente, especialmente entre los practicantes del Tantra- en el sentido que la “energía espiritual” que ciertas experiencias proveen pueden “consumir” al individuo, y entonces me planteo este interrogante: en el caso de quienes pierden el equilibrio mental, espiritual o moral a consecuencia de estas experiencias, lo pierden porque la experiencia es esencialmente amoral, o sea una consecuencia de su falta de, digamos, “evolución” para manejar la circunstancia?. Pero si la “inteligencia” que opera detrás de esos contactos –como hemos venido sugiriendo hasta aquí- tiene la necesaria “omnisciencia” para saber más del inminente protagonista que el protagonista mismo, es obvio que también se hará cargo de las consecuencias. De las favorables, y de las otras. Con lo que creo arribar a una conclusión provisoria: dentro del campo de esta lectura esotérica de inteligencias operantes detrás del OVNI, debe entonces necesariamente concluirse que existen una clara diferencia de intención, lo que es tanto como decir que mientras algunas inteligencias cuidarán que dicha experiencia resulta estimulante y de crecimiento, otras –por motivos sobre los que abundaré en el futuro- buscan exactamente lo contrario.

El miedo como prueba

Vamos entonces acercándonos al meollo de la cuestión: trato de enunciar la teoría de que la experiencia de abducción ocurre físicamente pero en un plano distinto de la Realidad al cual se accede a través de estados alterados de conciencia donde se “recrea”, se teatraliza una experiencia que es en sí “alucinatoria” y enmarcada dentro de los cánones culturales del protagonista tanto para hacerla perceptible como asimilable y reducir su efecto traumático. O, mejor aún, dejar libertad a la atención en focalizarse en los necesarios aspectos traumáticos de miedo y dolor de la experiencia, útiles a la consecución de los fines buscados por la o las inteligencias que se mueven detrás del episodio.

Y me baso en dos aspectos fundamentales: la sensación de terror y pánico de la experiencia (común y buscada adrede en las experiencias iniciáticas) y el dolor seguramente innecesario provocado en los “experimentos médicos” llevados a cabo.

 

Vuelo, miedo, dolor… tres constantes comunes a la experiencia de abducción y el éxtasis del shamán. La decadencia del shamanismo actual constituye un fenómeno histórico, que se explica en parte por la historia religiosa y cultural de los pueblos arcaicos. Pero en las tradiciones a las que hemos de aludir se remite a otra cosa, a saber, al mito de la decadencia del shamán, que no es lo mismo, por cuanto se pretende transmitir generacionalmente que en otros tiempos el shamán no volaba al cielo  en éxtasis, sino materialmente, la “ascensión” no se hacía en espíritu, sino en cuerpo. La actitud “espiritual” significa, pues, una caída en comparación con la situación anterior, donde el éxtasis no era preciso porque no existía posibilidad de separación entre el alma y el cuerpo, es decir que no existía muerte alguna. Es la aparición de la Muerte lo que ha roto la unidad del hombre integral, separando el alma del cuerpo y limitando la supervivencia únicamente al principio “espiritual”. En otros términos, para la ideología primitiva, la experiencia mística actual es inferior a las experiencia sensible del hombre primordial Esto habla claramente de que la naturaleza del hombre –o de algunos hombres- en ese entonces, en esa Edad de Oro era otra. Y si la Edad de Oro es asimilable al Paraíso, tal vez remita al recuerdo tergiversado y desvirtuado de un origen estelar. Porque de lo que hablan todos los antiguos mitos es que, detrás del estado de “perfección primigenia”, una catástrofe vino a interrumpir las comunicaciones entre el Cielo y la Tierra, y es desde entonces que data la condición actual del hombre quien, antes, convivía con los dioses. Si esos dioses eran físicos, con escafandra y trajes relucientes, o fuerzas inteligentes contactables en el aquí y ahora, es simplemente cuestión de opinión. Así lo enseña el folklore de todas las épocas. Y escribía René Guénon en “El Graal y la búsqueda iniciática”, Barcelona, España, 1985, citado en el especial sobre “El esoterismo del Grial” del Boletín “Templespaña”  : “Su concepción está estrechamente ligada a ciertos prejuicios modernos, y no insistiremos aquí en todo lo que hemos dicho al respecto en otras ocasiones. En realidad, cuando se trata, como ocurre casi siempre, de elementos tradicionales, en el verdadero sentido de la palabra, por más deformados, menguados o fragmentados que puedan estar a veces, y de cosas poseedoras de valor simbólico real, aunque, a menudo, disimulado bajo una apariencia más o menos «mágica» o «fantástica», todo esto, lejos de tener un origen popular, no es, en definitiva, ni siquiera de origen humano, porque la tradición se define precisamente, en su misma-esencia, por su carácter suprahumano. Lo que puede ser popular es únicamente el hecho de la «supervivencia», cuando estos elementos pertenecen a formas tradicionales desaparecidas; y, a este respecto, el término «folklore» adquiere un significado bastante próximo al de «paganismo», teniendo sólo en cuenta la etimología de este último y quitándole la intención polémica e injuriosa. El pueblo conserva así, sin comprenderlos, los residuos de tradiciones antiguas, que se remontan incluso a veces a un pasado tan lejano que sería imposible determinarlo exactamente y que nos contentamos con remitir, por esta razón, al terreno nebuloso de la «prehistoria»; llena en esto la función de una especie de memoria colectiva más o menos «subconsciente», cuyo contenido proviene manifiestamente de otra parte. Lo que puede parecer más asombroso es que, cuando se va al fondo de las cosas, se comprueba que lo que se ha conservado de ese modo contiene sobre todo, bajo una forma más o menos velada, una suma considerable de datos de orden propiamente esotérico, es decir, precisamente lo que es menos popular por naturaleza. De este hecho sólo existe una explicación plausible: cuando una forma tradicional está a punto de extinguirse, sus últimos representantes pueden muy bien confiar voluntariamente a este memoria colectiva de la que acabamos de hablar lo que de otro modo se perdería irremisiblemente; éste es, en suma, el único modo de salvar lo que puede serlo en una cierta medida; y, al mismo tiempo, la incomprensión natural de la masa es una garantía suficiente de que lo que poseía un carácter esotérico no por ello será desposeído de] mismo, permaneciendo solamente, como una especie de testimonio del pasado, para aquellos que, en otros tiempos, serán capaces de comprenderlo”.

 

Meses atrás releía una versión moderna del “Poema de Gilgamesh” –que algunos atribuyen al rey Uruk de la ciudad de Ur, actual Kuyurdik, escrito tal vez en el año 3.000 AC, con una primera versión cierta del 2.300 AC y la última casi mil setecientos años después- más concretamente el pasaje en que, luego de vencer a los hombres – escorpión de los montes Mashu, Gilgamesh y Enkidu festejan embriagándose su victoria en momentos en que la diosa Ishtar pido a su padre, el supremo dios Anu, la creación de un toro celeste que mate al héroe de la epopeya. Como dice la crónica, ambos amigos pueden matarlo y Enkidu, el hombre – mono (¿) arroja una parte de un león al rostro de la diosa, la cual, ofendida, clama venganza y suscita la muerte del audaz. Gilgamesh desciende entonces a la morada de Nergal, dios de la muerte, para negociar a su vez su desquite. Y fue en ese momento cuando advertí que todos los antiguos mitos, de cualquier origen étnico o religioso, repiten a gritos una verdad que parecemos querer ignorar: la de que los “dioses” no estaban en el cielo –excepto los “dioses padre”, pero aquí se aclara puntualmente- sino en el templo o entre los hombres, visibles y confrontables. Entonces, la proyección del cielo como lugar de origen de las divinidades es referente a un punto de procedencia, no de presencia.

 

En la línea de sus teorías sobre la ostentación de la soberanía, A. M. Hocart  (“Vuelos aéreos” en “Antigüedades de la India, 1923) consideraba la ideología del “vuelo mágico” solidaria, y en última instancia tributaria, de la institución de los reyes – dioses. Si los reyes del Asia suroriental y los de Oceanía eran llevados sobre las espaldas es porque, asimilados a los dioses, no debían tocar la tierra; como los dioses “volaban por los aires”. De donde es evidente que la tradición se refiere a un vuelo material, real en el sentido físico. Los sinólogos insisten en que tanto el “emperador amarillo” Hoang-ti como el emperador Chou aprendieron el “arte del vuelo” con magos cuya denominación era “sabios emplumados” (recordemos a los shamanes de tantos pueblos indígenas consustanciándose con animales, entre ellos, pájaros). “Ascender al Cielo volando” se dice en chino como: “por medio de plumas de pájaro, ha sido transformado y ha ascendido como un inmortal”. El camino era el Tao y la Alquimia. La Alquimia, porque sus obras otorgaban la condición de transustanciación. Pero si “ascender al Cielo” era transustanciarse (recuerden a Jesús ordenándole a su discípulo: “¡No me toques!”, como si el proceso de transmutación física pudiese ser abortado involuntariamente) me pregunto tanto como si de lo que estamos hablando es de desarrollar las técnicas de “vibrar en otras frecuencias” para desplazarnos en un nuevo cuerpo, o, el mismo cuerpo en otro orden de realidad, así como de las repetidas advertencias de tantos esoteristas y canalizadores en el sentido que cuando nuestro sistema solar atraviesa el famoso “anillo manásico” habrá un cambio evolutivo significativo de nuestra naturaleza, perceptible en forma de transmutaciones atómicas impensadas hasta ahora. Por lo menos, de eso es de lo que se habla.

Por lo pronto, el hecho de sobrepasar la condición humana con estas transformaciones no implica necesariamente la “divinización”. Los alquimistas chinos e hindúes, los yoguis, los sabios, los místicos tanto como los shamanes, aunque capaces de volar “en otros planos” no pretenden ser por ello dioses. Solamente, dicen compartir momentáneamente de condiciones propias de los “espíritus”. O adquirir la capacidad de penetrar en otros planos.

Que esas capacidades de “vuelo” implican necesariamente un crecimiento espiritual, una evolución, lo refiere las numerosísimas asociaciones entre el acto de volar y el de comprender. El Rig Veda, libro VI, capítulo 9, dice: “La inteligencia (manas) es el más rápido de los pájaros”, y el Pañcavimsa Brahamana, libro IV, capítulo 1, dice: “Aquél que comprende tiene alas”.

 

En cuanto al miedo y al dolor… sigamos a Mircea Eliade (op.cit) cuando escribe: “… esto se revela mejor todavía en una descripción que un misionero belga, Léo Bittremieux, nos ha dado de la sociedad secreta de los bakhimbas, en el Mayombé. Las pruebas iniciáticas duran de dos a cinco años, y la más importante consiste en una ceremonia de muerte y resurrección. El neófito debe ser “matado”. La escena tiene lugar durante la noche y los ancianos iniciados cantan, sobre el ritmo del tambor de danza, el lamento de la madre y de los parientes sobre los que van a “morir”. El candidato es flagelado y bebe por primera vez una bebida narcótica llamada “bebida de la muerte”, pero también come semillas de calabaza que simbolizan la inteligencia, detalle éste significativo, por cuanto indicaría que a través de la muerte se accede a la sabiduría. Después de haber bebido la “bebida de la muerte”, el candidato es tomado de la mano y uno de los ancianos lo hace dar vueltas sobre sí mismo hasta que cae al suelo. Entonces todos gritan: “¡Oh, alguien ha muerto!”. Un informante indígena dos da este detalle más preciso: que se hace rodar al muerto en tierra, en tanto que el coro entona un canto fúnebre: “¡Está bien muerto, él. Al khimba, ya no volveré a verlo jamás!”.

“Y de este modo, también en el pueblo lo lloran su madre, su hermano y demás deudos. De inmediato, los “muertos” son llevados en hombros por sus parientes ya iniciados y transportados a un recinto consagrado que se denomina el “patio de la resurrección”. Allí se depositan, totalmente desnudos, en un foso en forma de cruz, donde permanecen hasta el alba del día de la “conmutación” o de la “resurrección” que es el primer día de la semana indígena, que no cuenta sino con cuatro. A los neófitos se les rapa luego la cabeza, se los apalea, se los arroja al suelo y finalmente se los resucita dejándoles caer en los ojos y en las narices algunas gotas de un líquido muy picante. Pero antes de la “resurrección” deben prestar juramento de guardar el secreto más absoluto: “todo cuanto viere aquí no lo diré a nadie, ni a una mujer, ni a un hombre, ni a un profano, ni a un blanco; y si así lo hiciere, hazme hinchar, mátame”. Todo cuanto viere aquí, entonces, el neófito no ha visto todavía el verdadero misterio. Su iniciación –es decir, su muerte y resurrección rituales.- no es sino la condición sine qua non para poder asistir a las ceremonias secretas sobre las cuales estamos muy mal informados.”

“Nos resulta imposible hablar de otras sociedades secretas masculinas –las de Oceanía-. Por ejemplo, la del “dukhuk” particularmente, cuyos misterios y el terror que ejercían sobre los no iniciados han impresionado a los observadores; o las cofradías masculinas de la América del norte, célebres por sus torturas iniciáticas. Sabemos por ejemplo que entre los mandan –donde el rito iniciático tribal era a la vez el rito de entrada en la confraternidad secreta- la tortura sobrepasaba todo cuanto podíamos imaginar: dos hombres hundían cuchillos en los músculos del pecho y la espalda, hundían sus dedos en las heridas, pasaban una correa bajo los músculos, fijaban de inmediato las correas e izaban luego al neófito en el aire. Pero antes de izarlo, le metían clavijas en los músculos de los brazos y de las piernas, a las que eran atadas pesadas piedras y cabeza de búfalos. La manera como esos muchachos soportaban esa tremenda tortura llegaba a lo fabuloso: ningún rasgo de su semblante se contraía mientras los verdugos despedazaban sus carnes. Una vez suspendido en el aire, un hombre comenzaba a hacerlo dar vueltas rápidamente como un trompo, hasta que el desdichado perdiese el conocimiento y su cuerpo pendiese como dislocado”.

O, acoto yo, la costumbre entre los swahili del centro de África, de cortar el prepucio en la pubertad pero no con la técnica judía sino de una manera más sangrienta y dolorosa, pues consistía en arrastrar hasta la base del pene aquél, desprendiendo con una cuchilla de sílex las membranas que lo fijaban al tronco. Uno de los efectos buscados, según han sostenido los shamanes, era que esta carnicería combatía los “temores a superarse” del hombre: nuestros psicólogos traducirían por “inhibiciones”, “represiones” y “torturas”. Por ejemplo-vuelvo a los shamanes- el no saber que puede correrse tan rápido como un gamo (en una sociedad donde hay que perseguir al almuerzo todos los días). Y lo cierto es que, experimentalmente hablando, la velocidad de un corredor swahili supera con creces no sólo la de nuestros mejor entrenados atletas sino también casi hasta lo fisiológicamente posible para el ser humano. Y el miedo al dolor, que en nuestra cómoda y burguesa sociedad se ha transformado en el dolor del miedo, es seguramente el freno inconsciente a permitirnos liberar nuestra verdadera naturaleza superior.

 

En consecuencia, comparo con tantos testimonios de abducidos (Strieber, entre los más populares): recuerdo las descripciones del “instrumental médico” empleado por los hipotéticos extraterrestres: cuchillas de formas retorcidas, agudas puntas candentes que parecen penetrar en los ojos, tubos flexibles penetrando el ano, dolor y miedo. ¿Acaso no sería más esperable que una civilización tan adelantada tecnológicamente como para atravesar el universo sin grandes y elefantiásicos derroches de combustible y maquinaria pesada pudiese disponer de un instrumental absolutamente indoloro, sutil y casi invisible?. Comparen la evolución del instrumental médico de nuestro propio planeta en apenas un par de siglos. ¿No es evidente su “sutilización” –disculpen si abuso del término?. ¿Porqué deberían estos seres continuar usando herramientas casi decimonónicas sino no fuera que precisamente no es la consecuencia de sus intervenciones la búsqueda de un resultado fisiológico –como no lo es la del shamán que corta prepucios- sino generar un estado alterado de miedo y dolor que despierte a un nuevo orden de realidad?. Hasta el “secreto” que se le impone al iniciado es, en la moderna categoría de los abducidos, reemplazado por un secreto más seguro y convincente: el que estas entidades programan en la mentes de los protagonistas, evidenciándose en los episodios de “tiempo perdido”.

 

El huevo cósmico

Sería exageradamente reiterativo si pasara a citar las innúmeras fuentes, rastreables en casi todas las culturas, donde la Creación, el Génesis, el primer Parto Cósmico encuentra su símbolo en el Huevo Primordial: desde los incas al Indo, desde los alacalufes a los celtas, desde los pueblo hasta los normandos, el primer ser, el primer dios, la primera pareja eclosionaron de un huevo como símbolo de la Gran Obra: milenios después, los alquimistas se referirían al Huevo (o Piedra) Filosofal como el crisol de donde nace una materia sublimada, transmutada, es decir, elevada a un plano superior de naturaleza, no sólo por su constitución, sino así también por sus propiedades. Los primitivos sarcófagos, féretros y tumbas dramatizaban ese renacimiento. Y entonces uno se pregunta si la forma ovoidal de tantos OVNIs, más que estar hablándonos de una obvio rendimiento aerodinámico, no nos estará en realidad remitiendo simbólicamente a esa propiedad feérica del Huevo Primordial. No puedo dejar de pensar en ello cuando reflexiono sobre las incomodidades de un apiñado grupo de astronautas extraterrestres apretujados en el interior de tan escaso espacio disponible, como señalé cuando advertí sobre lo exiguas de las dimensiones de las presuntas naves en función de sus tripulantes (aún con la gracia de minúsculos motores propulsantes).

 

Alguien –y con razón- podría señalarme que a través del tiempo la forma de los OVNIs han ido sufriendo cambios. Y ya he aclarado que en lo personal no creo que se trate de nuevos estilo de diseño surgidos de la mente de un afiebrado Oreste Berta intergaláctico. Creo que la razón para el “cambio” es otra.

Si observamos nuestros sueños durante un período de años y estudiamos toda la serie, veremos que ciertos contenidos emergen, desaparecen y vuelven otra vez. Mucha gente incluso sueña repetidamente con las mismas figuras, paisajes o situaciones, y si los seguimos a lo largo de todas las series, veremos que cambian lenta pero perceptiblemente. Estos cambios pueden acelerarse si la actitud consciente del soñante está influída por una interpretación adecuada de los sueños y sus contenidos simbólicos.

Esta retroalimentación –que en el Inconsciente Colectivo de la humanidad ha sido la investigación y difusión OVNI- ha modificado el fenómeno. Dicho de otra manera, es la prueba que estamos más o menos en la vía correcta de interpretación (o cuando menos la interpretación que la Inteligencia operante detrás del fenómeno desea que tomemos como tal) ya que de no haberlo sido, de tratarse simplemente de una alucinación histórica de las masas, persistiríamos en las mismas imágenes, situaciones y contextos. O sea, la misma evolución del fenómeno habla de una mejor calidad de “sintonía” entre nosotros y las inteligencias que tras él se escudan.

Por supuesto, la primer resistencia a esta lectura provendrá seguramente de mis propios colegas de investigación (los detractores estarán a estas alturas despanzurrándose de la risa) quienes argumentarán que no puede ser correcta la exagerada “espiritualización” del tema, los mensajes de contenido mesiánico, las severas amonestaciones de “hermanos mayores”, la insistencia sobre la oración en vez de la cura para el cáncer. A lo cual opongo una demasiada elemental trinchera, sobre cuya validez ustedes juzgarán. Que podríamos sintetizar así: ¿Qué culpa tienen esas inteligencias, digámosle extraterrestres, si la naturaleza de los problemas acuciantes de la humanidad es esencialmente espiritual?. Porque estoy convencido que, sin la ayuda de nuestros visitantes, más tarde o más temprano la especie humana resolverá los grandes dilemas técnicos: la cura para el cáncer o el SIDA, la energía no renovable, las hambrunas, el recalentamiento global… tenemos, qué duda cabe, la inteligencia para ello. Pero, aparentemente, donde hemos desviado el camino es en lo espiritual: o lo ignoramos, o cuando queremos referirnos a ello lo dejamos acartonado entre los bastiones de instituciones dogmáticas centenarias, las religiones, a cuya supervisión confiamos los desvaríos místicos del prójimo. Y todos contentos. Así que mientras técnica y científicamente sólo estamos retrasados, creo que en lo espiritual estamos desviados. Y esto, qué duda cabe, es mucho más grave, por cuanto mayor tiempo pasa más nos aleja del punto en que es posible el reencauzamiento a una aproximación espiritual correcta. Así que si estas inteligencias deciden dirigir sus mensajes en esta dirección, es porque nos están hablando de lo que necesitamos y no de lo que esperamos. Cuando retamos a nuestros pequeños hijos o los sentamos seriamente frente a nosotros para hablarles de cosas que creemos son importantes que conozcan y disciernan, no nos preocupa tanto si ellos dan el mismo valor que nosotros a nuestros sermones: creemos que es importante para su evolución decírselos, y suficiente. El maestro no consulta a sus alumnos respecto a qué quieren estudiar tal año académico: simplemente, hace lo posible para que lo que deben aprender –si quieren continuar adelante- sea bien asimilado. En ese orden de ideas, entonces, ¿no es evidente que si a ciertas mentes intelectuales tanto les molesta el contenido espiritual de los mensajes podría ser porque indica precisamente de lo que carecen esas mismas mentes?.

 

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