LA CREDIBILIDAD DE QUIEN LE PASAN «COSAS RARAS»

LA CREDIBILIDAD DE QUIEN LE PASAN «COSAS RARAS»

Protagonistas de «encuentros cercanos» con un OVNI, fenómenos parapsicológicos, manifestaciones sobrenaturales de entidades no físicas… toda persona que se anima a comentar que le ha ocurrido algo fuera d elo común sabe o teme que, «ipso facto» su credibilidad sea puesta en duda. Así que razonemos un poco sobre ello.

     Un argumento que puede, ante la presunción de fraude, exponerse sucintamente con una pregunta: «¿Para qué mentir?». Es decir, ¿qué gana el eventual falsario al elucubrar su fraude cuando, en contra de lo que cree el hombre común, ningún beneficio cae como maná del cielo al propietario de la imaginación febril que haya inventado un testimonio?.

     Existe una idea –insisto, equivocada y fácilmente demostrable esa equivocación– que lleva al escéptico (pero no al «escéptico profesional», sino al «amateur»,  quien en una conversación cualquiera y con absoluto desconocimiento de lo básico de estas disciplinas opta por la negación «a priori») a establecer una barrera entre el testigo y todos los demás sostenida en la presunción de que aquél, forzosamente, está mintiendo, exagerando hechos fácilmente explicables o potenciando confusiones. Ese mismo público «de a pie», cuando se le pregunta sobre las razones de inventar historias –dejando de lado los casos patológicos que, como cualquier psiquiatra reconocería, ciertamente son una mínima, muy mínima, proporción– acude a razones ingenuas: deseo de popularidad, dinero, son las más habitualmente esgrimidas.

     Una fábula, ciertamente. Porque, como sabemos los investigadores, nadie paga por el relato de una aparición OVNI, la Virgen o el espíritu de la tía Carlota: ni los medios gráficos, ni los televisivos, mucho menos los cibernáuticos. Cierto es que algunos testigos arriesgan «pedir unos pesos» a los periodistas –especialmente los de grandes medios– que, justo es decirlo, suelen aparecer invadiendo sus vidas y privacidad con muy poco tacto. Pero el buscar una retribución monetaria, en escasísimas oportunidades, de ninguna manera permite concluir per se que el episodio es fruto de la imaginación. Generalmente, la idea de «cotizarse» no es del mismo testigo sino de su entorno, dispuesto a buscar una compensación a las pullas y bromas que habitualmente se reciben por tener un amigo o pariente «loco por los marcianos» o víctima del «pedo místico». Y también es cierto que, por el contrario, la inmensa mayoría de los testigos nada pide a cambio: ni siquiera los mitológicos quince minutos de fama, como demuestran tantos pedidos de anonimato con que somos requeridos en nuestro trabajo de campo.

     Los grandes medios periodísticos, insisto, no pagan (y de los chicos, lo exiguo de sus presupuestos nos exime de todo comentario): sus propias producciones, con aparentemente costosos desplazamientos de equipo y personal son producto, en la mayoría de los casos, de simples canjes publicitarios, y la disponibilidad de efectivo que les pueda caber no se aplica a lo ovnilógico: ésta no está entre las materias ante las cuales, generalmente, sí está disponible la chequera de tesorería a la hora de comprar información.

     Por otro lado, el testigo que admite públicamente su experiencia pierde mucho: es habitual víctima de bromas de mal gusto por parte de compañeros de trabajo, parientes o vecinos. Existen numerosos casos donde el relato de lo acaecido ha traído aparejada la pérdida del trabajo o conflictos familiares; es casi un estigma que le persigue a través de los años. Especialmente cuando el ridículo y las bromas son sólo el reflejo de un inconsciente mecanismo de defensa, una «negación» ante una realidad que, de aceptarse, avasallaría los paradigmas del escéptico.

Déjenme poer un ejemplo concreto: los propietarios de las fincas (y los animales) donde ocurren «mutilaciones de ganado». Difícilmente un periodista o investigador proveniente de las grandes ciudades, que quizás hasta ha tenido que buscar en Google Earth el paraje donde ocurren los hechos por no haberlo oído mencionar en su vida, comprenda el grado de perturbación que provoca en los «ritmos» naturales de la granja, estancia o rancho. A los numerosos «investigadores» o curiosos se suma a veces la propia inspección policial y tal vez la requisitoria judicial, que obliga al hombre de campo a alterar su rutina -sagrada, de domingo a domingo-, perturba el ánimo de los propios animales, altera desde la producción tambera a la avicultura, pisotea plantíos, deja tranqueras abiertas…

     Y, por último, aun cuando el testigo devenga en escritor y trate de publicar –y comercializar– sus experiencias a través de la literatura, bien sabemos que, salvo contadas experiencias, es casi imposible vivir de lo que se escribe. El mundo del escritor no cuenta con la sindicalización y las protecciones legales que, por caso, le caben al compositor musical: por ende, las escuálidas regalías, las siempre demoradas liquidaciones, las ediciones piratas o clandestinamente «infladas» por venales editores, leyes de «protección cultural» inexistentes en la mayoría de los países y un largo etcétera demuestran cotidianamente que, más allá de satisfacer una inquietud y dejar testimonio a futuras generaciones de lo que nos pasa y lo que pensamos, el escribir no es –como ladinamente tratan de hacernos creer los refutadores de siempre– un «jugoso mercantilismo» que justifique el acto mercenario de fantasear extraños episodios cósmicos.

     Por ello, cuando me pregunto si un testigo está inventando su caso, he aprendido a preguntarme simultáneamente: «¿Qué ganaría con hacerlo?». Si logro discernir un beneficio, profundizo esa posibilidad, con clara conciencia de que el hecho que le beneficie de alguna forma tampoco puede ser el único argumento de defenestración. Si, por el contrario, deduzco que nada gana –y seguramente mucho perderá– no sólo mi intelectualidad, sino también mi corazón, estarán abocados, amén de contabilizar el episodio, también a colaborar con el atribulado protagonista para una mejor comprensión de lo que le ocurrió. Sé que muchos detractores objetarán por «poco científico» este abordaje. Quizás sí lo sea, quizás no. Sólo sé que, hasta hoy, no sólo me ha permitido avanzar en mi camino como investigador, sino también haber sido bendecido con el afecto de buenas personas.

     Finalmente, sirvan estas líneas como un modestísimo homenaje a tantos héroes anónimos, tantos testigos y protagonistas de «cosas raras» que, saltando por sobre la barrera que el ridículo interpone entre «ellos» (los demás) y la verdad que los golpea o molesta, nos responden, con su actitud, por lo menos una de las muchas incógnitas del universo de enigmas que nos rodea: cuando usted, amigo o amiga investigador o analista, en los esporádicos accesos de hastío y decepción se pregunte «¿para qué seguir?», pueda responderse: «porque nuestros testigos, los vivos y la memoria de los que ya no están, se lo merecen».

 

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