GUARDIANES DE LA LUZ, BARONES DE LAS TINIEBLAS (sexta parte)

GUARDIANES DE LA LUZ, BARONES DE LAS TINIEBLAS (sexta parte)

Para la mayoría de nosotros, las cosas que percibimos a nuestro alrededor en la vida cotidiana son sólidas y reales. Son la prueba tangible de ese estado de existencia que, por consenso, llamamos realidad, de modo que nos parece absurdo que los detalles de dicha realidad puedan estar sujetos a los caprichos de algo tan efímero como la moda. Pero existen tantas definiciones de la realidad como personas que la contemplan. La investigación de las coincidencias ha establecido fuertes vínculos entre la mente inconsciente —individual y colectiva— y los fenómenos de la realidad. Por ejemplo, la familiar historia de cómo un objeto perdido o robado vuelve a su dueño gracias a un sueño revelador, reaparece con frecuencia. El psicólogo alemán Wilhem von Scholz pensaba que las coincidencias resultan en estos casos tan absurdas, desde el punto de vista de la causalidad física convencional, que eso le hacía creer que debían ser “dirigidas… como si fueran los sueños de una conciencia mayor y más amplia”.

    La teoría que trataba de formular Von Scholz en 1924 seguramente es muy próxima a la opinión actual de muchas personas: que en lo que llamamos realidad pueden manifestarse poderosas proyecciones —originadas en el inconsciente— de formas o conductas arquetípicas, o que pueden alterar la realidad al influir en determinados acontecimientos. Este punto de vista semi-místico está relacionado con tres corrientes de pensamiento convergentes. Una explora el mundo de las coincidencias significativas, al que Carl Jung denominó “sincronicidad”. Otra es la hipótesis de la “causación formativa” propuesta por el doctor Ruppert Sheldrake, que describe un mecanismo para la comunicación más allá de las restricciones normales del tiempo y el espacio, de la forma y la conducta de la naturaleza. La tercera tiene que ver con los “tulpas” o materializaciones mentales.

    Las locuras u obsesiones que pueden apoderarse de una comunidad o de un individuo son ejemplo de ello. En un estudio olvidado de Gustave Le Bon, “La multitud” (1897), el autor demostraba cómo una comunidad puede ser estimulada de forma tal que un grupo de ideas o imágenes —sublimes o triviales— dominen todas sus percepciones, acciones y racionalizaciones. La varita mágica que transforma a un grupo de individuos en una multitud o en una turba es, simplemente, un estado de sugestión compartida. Le Bon pensaba que esto sucede cuando cualquier grupo de personas físicamente próximas es alineado psicológicamente de forma repentina por cualquier estímulo desacostumbrado.

    Este tipo de fenómeno queda descrito en el título del estudio histórico de Charles Mackay “Memorias de alucinaciones populares y la locura de las multitudes”, publicado en 1852. En este libro analiza la locura medieval por las reliquias, la estafa de la “burbuja del South Sea”, las frenéticas cacerías de brujas, las salvajes y ruinosas cruzadas, por nombrar unos pocos temas. La locura por la danza en el Medievo es otro ejemplo de conducta colectiva inconsciente. La danza podía desencadenarse instantáneamente por la visión de un zapato puntiagudo, un fragmento musical, el color rojo, las vociferaciones de un predicador, la visión de un danzarín o la imaginaria picadura de una tarántula.

     Sobre la base de la teoría de las “proyecciones” y desarrollando la idea de Le Bon, podríamos decir que una “multitud” no necesita estar reunida físicamente. Sus componentes pueden hallarse muy separados —a lo ancho de todo un país— y alinearse gracias a un contacto individual con el inconsciente colectivo, de modo que una idea que surja en dicho inconsciente se les ocurra a todos. Un excelente ejemplo de esta curiosa forma de histeria colectiva ocurrió en Francia en 1789, y los historiadores lo denominan “El Gran Miedo”. Comenzó inmediatamente después de la toma de la Bastilla, en París. Pueblos enteros fueron abandonados a medida que llegaban rumores sobre un gran ejército de bandidos que se dirigían hacia allí matando y saqueando. Gentes aterrorizadas afirmaban haber visto las llamas de las casas que ardían, o haber sido capturadas y haber visto a sus amigos asesinados por bandidos brutales, y así sucesivamente. Pero no era más que una alucinación. El pánico ni siquiera se había extendido fuera de París en la forma normal, es decir, a través de los relatos de viajeros. En cambio, pareció originarse de forma independiente en varios lugares e Francia y extenderse como un incendio forestal desde cada foco. Los historiadores no han conseguido explicar cómo una ola de pánico puede extenderse a una velocidad mayor de la que solía viajar la gente en aquella época; la teoría de que las personas de toda Francia formaron una multitud sería un principio de explicación. El populacho estaba receptivo debido a la ansiedad general causada por la crisis política; los primeros brotes de pánico no necesitaron más que un estímulo muy simple, por ejemplo la caída de un rayo —se registraron algunos fenómenos naturales poco corrientes en la época del Gran Miedo— y los rumores y el pánico habrían hecho el resto.

    Algunos fenómenos no han variado mucho a lo largo de la historia, como las enfermedades patológicas y mentales, los objetos insólitos que llueven del cielo y las “bolas de fuego”. Pero las explicaciones han ido cambiando según las modas y, en consecuencia, los fenómenos fueron sucesivamente atribuidos a dioses, diablos, fuerzas elementales, fantasmas, hadas, brujas, poderes psíquicos o seres extraterrestres. Y ni siquiera los testimonios más extraños podemos descartar como producto de una imaginería fantástica si aceptamos que puede tratarse de descripciones exactas de alucinaciones espontáneas y formas mentales.

    Considérense, por ejemplo, las grandes máquinas voladoras con potentes faros y “tripulaciones de aspecto extranjero” vistas en los cielos norteamericanos en 1896 y 1897, en una época en que no existían naves más ligeras —ni más pesadas— que el aire. Esas observaciones no pueden haber sido sólo errores de identificación de fenómenos naturales. El final del siglo XIX fue el momento más glorioso de los héroes-inventores, como Thomas Edison y Nikola Tesla; mientras ahora los misterios del cielo son atribuidos a los OVNIs, aquella era los achacaba a inventores desconocidos. Sólo cuando Andrew Rothovius comparó algunos de los incidentes de 1897 con el Gran Miedo quedó claro que las observaciones de aeronaves se habían originado igual que las presuntas turbas saqueadoras, espontáneamente, a partir de incidentes aislados en diversos lugares del país, y después por rumores.

    Jung creía que el OVNI era un síntoma de los cambios en la constelación de arquetipos del inconsciente humano, y que ese disco de luz antigravitatorio era un signo de la necesidad de unidad psíquica, en un momento en que la división entre los aspectos racionales y científicos de las personas y sus aspectos instintivos y místicos era mayor que nunca. Jung no llegó a conocer los últimos aspectos de las manifestaciones OVNI: los aterradores secuestros y la siniestra conducta de seres fantásticos. Quizás habría estado de acuerdo con John Rimmer, director de la revista de ovnilogía Magonia, en que el OVNI se ha transformado en “el símbolo anticientífico por excelencia”.

     Las proyecciones del inconsciente tienen el poder de los arquetipos: son símbolos de fuerzas inconscientes y se dirigen a nuestras principales angustias, tanto personales como colectivas. Pueden poseernos y dirigir nuestras acciones, difundiéndose por una comunidad como un rumor; por cierto, Jung describió los OVNIs como “rumores visuales”. Lo mismo podría decirse de los monstruos actuales, que aparecen bajo formas sorprendentemente arcaicas, como si quisieran recordarnos que estamos erosionando nuestro paisaje psíquico, del mismo modo que estamos estropeando los últimos lugares intactos del mundo. ¿Serán entonces nuestros fenómenos extraños nuestros sueños colectivos?.

    Enfoque difícil el que me he propuesto en este trabajo. Supongo que venía siendo insinuado por otros anteriores de mi autoría, pero sin duda proponer, quizás demasiado frontalmente y desde el título mismo del artículo un “paradigma espiritual” en la Ovnilogía suena paradójicamente casi a herejía, en tiempos donde, si no de hecho, por lo menos de forma resulta en dividendos intelectuales más socializados enarbolar las banderas de la metodología científica, y confundiendo la misma no tanto con rigurosidad expositiva sino con la profusión de materialismo a la que son tan afectos mis colegas del pelotón de tuercas y tornillos extraterrestres.

    Sin duda resulta —en el ámbito mediático de investigadores y difusores de esta disciplina otorgando más cartel de “serio y responsable”— más redituable proponer un estudio cribado por el laboratorio —y la palmada en la espalda, si es posible, de alguien con título académico como aval de nuestra “cientificidad”— que especular sobre las causas e implicaciones de considerar a los OVNIs materia de enfoque espiritualista. Se agrega a ello el peligro, siempre latente, de caer en la confusión de malinterpretar “espiritualismo” como “mesianismo”, o proponer una lectura contactista del fenómeno. Así que no es redundante volver a hacer hincapié en que cuando escribo sobre “paradigma espiritual” me remito precisamente a eso: especular sobre una etiología, una génesis del fenómeno quizás no tanto “extraterrestre” como procedente de un orden de Realidad no física, empleando “espiritualidad” entonces, como antítesis de “materialidad”.

 

  (Continuará)

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