En Corrientes, el sol ya puede ser impiadoso a mediados de octubre. El aire caliente reverberaba sobre el pajonal mustio y yo, apoyado en el alféizar de la única ventana de ese rancho, luchaba a brazo partido con la modorra que comenzaba a invadirme. El paréntesis de la siesta se hacía interminable y mientras descansaba la vista siguiendo el vuelo de un zumbón tábano, comencé a experimentar la incómoda sensación de haber sido burlado. Tres horas llevaba oteando el paraje, en realidad un gran lote baldío entre modestísimas viviendas dispersas donde el viejo curandero de la sonrisa burlona me prometió una experiencia insólita. Se trataba, nada menos, que de tomar contacto con el “pombero” (“yacíyateré” también saben llamarlo), ese duende pequeño, rubio en ocasiones, moreno en otras, que silba en las siestas, secuestrando “gurises” (niños) y doncellas para liberarles días después y ayuda o perjudica al paisano, dependiendo una u otra cosa de la manera en que éste le trate o se refiera a aquél. Pero el pombero puede ser también “itirá”, esto es, un compañero invisible y omnipresente de quien se congracia con este personaje ¿mítico?. Para ello, a la hora señalada por el curandero, había que dejar en medio del campo un “charuto” , un cigarro encendido, un vaso con caña, aguardiente y miel y una cazuela de porotos negros fritos. Si el pombero se los lleva, es señal de que acepta la ofrenda y, a partir de entonces, el agraciado tiene un ángel de la guarda, claro que un poco ersatz.
Así que allí estaba yo, tratando de autoconvencerme de que nada iba a pasar y todo se reducía a un experimento folklórico, esperando –más bien, vigilando, porque no descartaba que la “ofrenda” fuera sustraída por algún colaborador del manosanta de marras, aunque nada me había cobrado; en nada iba a ganar el mismo– alguna “señal”, cuando la sarmentosa mano del anciano sobre mi hombro me sobresaltó. Dijo apenas:
– Vamos, m’hijo. Ya es hora.
Y salimos caminando a campo traviesa.
Que el charuto estuviese totalmente consumido no era de extrañar. Que el vaso estuviera vacío, ya lo era un tanto. ¿Evaporación?. Quizás. ¿Pero podía hacerlo el espeso brebaje en tres horas?. Y en cuanto a los porotos, ¿habría sido alguna alimaña, deslizándose tan a ras del piso que no hubiera podido verla desde mi atalaya, a cuarenta metros de distancia?. Con una rodilla en tierra, revisé el suelo a la búsqueda de alguna huella, humana o animal, que respondiera a mis interrogantes, tratando de no prestar atención a la mirada suspicaz y burlona del viejito. No encontré ninguna. ¿Hormigas?. Podrían haberlo sido, pero… mansas hormigas las que hubieran sido capaces de limpiar medio kilogramo de legumbres.
Me incorporé, observando a mi alrededor. Las explicaciones convencionales llevadas a un extremo podían servir, pero la duda flotaba como un nimbo sobre mi cabeza.
Nunca supe lo que pasó, si es que pasó algo. Pero desde esa oportunidad, hace unos treinta años, he pasado innumerables situaciones de riesgo físico, me he encontrado aislado en pueblos desconocidos sin un peso en los bolsillos y en todos los casos y en contra del cálculo de probabilidades, salí bien parado. Suerte, dicen mis amigos. “Itirá porá” (“compañero lindo”) dirían los correntinos y chaqueños.
El “yaciyareté” (como se le llama en partes de Misiones y Paraguay) es un geniecillo que según ese pueblo habitaba en las selvas del noreste argentino, en las provincias de Misiones, Chaco, Corrientes y Formosa, describiéndolo como un ser pequeño, de no más de un metro de altura pero bien proporcionado, con una larga cabellera rubia que le colgaba hasta la cintura, vistiendo un ajustado taparrabos y empuñando una “vara dorada” de su misma altura, aferrado a la cual podía elevarse a cierta altura durante algunos minutos o bien, mediante un toque de la misma, prender fuego a lo que le pareciera, inclusive las piedras. Este ser, cuentan las leyendas, solía secuestrar niños de un promedio de cinco años durante dos o tres días, relatando éstos a su regreso que el ente los había alimentado con unos “dulces” muy extraños y deliciosos, contándoles insólitas historias sobre las estrellas y sus hermanos que vivían entre ellas los cuales, aseguraba, algún día vendrían a buscarlo. ¿Se trataría, quizás, de algún extraterrestre, náufrago en nuestro planeta, que como un Robinson Crusoe interplanetario distraía sus horas con los nativos aguardando el rescate de sus compañeros?. De ser así, ¿fue alguna vez rescatado?. ¿O sus restos descansan, junto a los de su nave, en algún punto de la aún hoy inexplorada selva del noreste?.
Es interesante hacer algunas consideraciones etimológicas, esto es, sobre la naturaleza de las palabras. El idioma de los guaraníes (“guaraní” es la etnia, su lengua es el es “avañeé”) es una lengua de yuxtaposición, de donde se puede descomponer un término en otros individuales con significado. Así, “yaciyateré” es una deformación, con el tiempo, de “Iasi-ya-te-mbé”. “Iasy” suele traducirse como “luna”, pero en realidad es “I-asy” o “cosa luminosa del cielo”. En cuanto a “Ya” (“i-á”) describe a la “serpiente” o, mejor aún, a un “movimiento serpenteante”, mientras que “Te” se adjudica a “brusco”, “sorpresivo”. “Re” en tanto, juega el papel de giro advocativo de “Mbé” cuando se yuxtapone al final de una expresión.
“Mbé” significa “salido de” o “nacido de”. con lo cual tenemos: “El ser salido de una cosa luminosa que se desplaza con movimientos bruscos (¿zigzagueantes?) por el cielo”.
Más concretamente en Corrientes se le llama, desde tiempos inmemoriales, “Pombero”. Analizando la palabra, tenemos: “Po”, “campana”; “Mbé” es, como ya viéramos, “salido de”, mientras que “Ro” es “chato”, “bajo”.
Es decir, “el ser salido de una campana achatada” en obvia relación con una de las formas más habituales de lo que conocemos como OVNI. Incidentalmente, es interesante acotar que la “vara”, llamada “verá”, significa “brillante”.
Empero, no debemos dejarnos tentar por la posible implicancia “extraterrestre” sin reflexionar -al mejor estilo “valléeiano”– la connotación “supranatural” del ente, que se comporta como los medievales “súcubos” e “íncubos”, tanto en asolar por las noches a las mujeres como por embarazarlas. Y es desde esa perspectiva que debmos preguntarnos si, entonces y una vez más, aceptando cierta correlación entre lo que nos ocupa (el Pombero) y los OVNI, el error es reducir esto solamente a una componente extraterrestre y nuevamente evadir enfocar el “ovni” desde lo “extradimensional”. Entonces, si como postulo, es posible que los OVNI sean vectores o fenómenos físicos asociados al “paso” interdimensional de ciertas entidades, la omnipresencia temporal del Pombero tendría una génesis “ultradimensional” (un “plano espiritual” coexistente al que se va y del que se vuelve en determinados estados). Una vez más, muchas leyendas y mitos pretendidamente sobrenaturales encuentra otra lógica si se los considera desde la hipótesis de manifestación de entidades de dimensiones paralelas, y su relación con ese epifenómeno que es el OVNI da otro marco de inclusión de estas manifestaciones. Porque las asociaciones (y la Historia está llena de ellos) del accionar de entidades “espirituales” y manifestaciones discoidales luminosas encierran una riqueza que excede con mucho la pedrestre interpretación “extraterrestre”, ésta más bien fruto acotado de un momento cultural específico. El del siglo XX.