GUARDIANES DE LA LUZ, BARONES DE LAS TINIEBLAS (Octava y última parte)

GUARDIANES DE LA LUZ, BARONES DE LAS TINIEBLAS (Octava y última parte)

El OVNI como estímulo-señal

     No ha dejado nunca de ser grotesco para los experimentadores que si a una gallina se le ubica, cerca pero inmóvil, una comadreja disecada, después de cierta reacción de sorpresa el plumífero queda totalmente indiferente ante su natural depredador. Pero si se toma una bolsa cubierta de piel y se le fijan dos botones brillantes donde en un animal deberían ir los ojos (una verdadera caricatura de comadreja) pero mediante un cable se le imprime un sentido de movimiento, la gallina se desespera por huir. El estímulo-señal, codificado genéticamente, tiene valores primitivos y esenciales, donde no importa tanto el aspecto sino otras variables, como, precisamente, el sentido de movimiento, a pesar de que no se parece casi en nada al agresor. Con los correspondientes estímulos-señales, se ha demostrado en innumerables casos que esto es válido también para otros animales. Cuando se ha llegado a descubrir cuáles son los estímulos específicos que les sirven de señal, aves de toda clase, peces, insectos, etc., todos se dejan manipular de manera previsible con los estímulos “fabricados” gracias a ellos. La reacción se efectúa no sólo de manera previsible, sino además infalible. Los animales son del todo incapaces de escapar al efecto desencadenante de tales estímulos.

     Esto acentúa la impresión de ver al OVNI, sin desmerecer su realidad física, como un ente “psicoide”, un “mandala”, algo a caballo de dos realidades. Sería interesante realizar el experimento de estudiar las reacciones de las personas ante un OVNI proteiforme fabricado artificialmente, aunque cabe preguntarnos, ¿proteiforme de qué es un OVNI?. Es dable suponer que las personas reaccionarán a similitud de los animales, reduciéndose el OVNI-estímulo-señal a sus variables más elementales siempre y cuando, como dijéramos al resumir la teoría de la información, pudiéramos distinguir en él la diferencia entre la distribución de señales del promedio estadístico que se observa independientemente de cualquier contenido. La composición del estímulo clave desencadenante a base del menor número de características válidas para todos los enemigos del gallo que entran en consideración, es la única solución imaginable del aparentemente casi utópico problema que consiste en almacenar genéticamente una imagen que refleja todos los enemigos que pueda llegar a encontrar algún día puesto que existen concretamente en el medio real. Lo que ha realizado aquí la evolución es nada menos que una “generalización y abstracción”, una generalización que prescinde sistemáticamente de la diferencia de detalles individuales. Así, pues, al gallo, como organismo biológico, el conocimiento congénito sobre el mundo le proporciona una información óptima, exacta, útil. Y como su existencia se limita a la esfera biológica, para él el caso queda solucionado así de manera satisfactoria.

     Algo distinto se presenta el asunto para nosotros. Con respecto a la facultad cognoscitiva del gallo, nosotros nos encontramos en una esfera superior, en cierto modo una “metaesfera”. Examinada desde este plano “metafísico” para el gallo, la situación descrita en su totalidad gracias al sistema cerrado del programa de comportamiento congénito con patrón desencadenante incorporado, por una parte, y constelación de señales objetiva como estímulo desencadenante, adquiere una cualidad muy distinta. Extrapolando, nada nos impide entonces suponer que la constelación de percepciones espirituales de la humanidad (revelaciones preternaturales, mensajes cósmicos, manifestaciones fantasmales, voces angelicales, y cuanto etcétera puedan ustedes imaginar) pueden ser reducibles a estímulos-señales básicos, y de ellos el OVNI puede ser el estímulo clave desencadenante. Esto explicaría varias cosas: por un lado, el amplio espectro de intereses que paulatinamente van adquiriendo los aficionados a estas disciplinas, desde la curiosidad monotemática hasta la inquietud universalista. Por otra, las “modas” cíclicas que “lo sobrenatural” presenta en distintos momentos de la historia humana. Y finalmente, los sustratos comunes tanto a los fenómenos ovnilógicos como a los paranormales.

     Pero pueden inferirse dos conclusiones más importantes: una, que entonces el hecho de que en laboratorios se puedan recrear (de manera bastante pobre, debemos admitir) “sensaciones de presencias espirituales” mediante el expeditivo método de someter al sujeto de la experiencia a estímulos físicos (con lo que se busca una reducción al absurdo de toda fenomenología paranormal a la categoría de alteraciones sinestésicas) sólo nos estaría diciendo que es posible recrear estímulos clave, y no que éstos no existan (como el hecho que pueda generarse un “agresor fantasma” en el cerebro del gallo no quita que las comadrejas hagan de las suyas en el mundo real). Además, sólo indicarían las áreas corticales que entran en el proceso, pero no el origen del proceso en sí. Y en segundo lugar, que así como el gallo tiene una percepción del enemigo superior a la de una garrapata (para poder poner sus huevos en mamíferos, ésta necesita identificarlos de los reptiles, y para ello sólo necesita un estímulo: ser sensible al ácido butírico, infaltable en todo sudor), siendo de todas formas que a sus fines —y a su grado evolutivo— la percepción del mundo que tiene la garrapata es correcta (pero inferior a la del gallo) ontológicamente advertimos que la concepción del mundo del gallo también es correcta, pero limitada. Por consiguiente, y habiéndose visto que la evolución ni con mucho ha cesado (recuerden que todavía estaríamos en el “instante de la creación”) nuestra percepción del mundo, siendo correcta, también compartiría con aquellas su limitación. Y los propios experimentos etológicos van más allá: como la gallina reconoce a sus polluelos por el piar y no por el aspecto, se ha colocado la famosa comadreja disecada dentro del nido de una gallina, eso sí, con un minúsculo altavoz que reproducía un piar de pollitos, observándose cómo aquélla trataba de protegerla y cubrirla, mientras que si se le cubrían los oídos, atacaba a picotazos a sus propios polluelos circunstancialmente alejados del nido. Extrapolando, de aquí a manipular la especie humana —aún en contra de las escalas de valores que consideramos lógicos o éticos— contra un eventual cambio de ideas, hay sólo un paso.

     Llegados aquí, deberíamos preguntarnos después de todo si desde los propios argumentos de la ciencia pueden elaborarse estas especulaciones, por qué la generalizada resistencia de los científicos a lo espiritual. Las ciencias de la Naturaleza son las ciencias de la estructura y cambio de los sistemas materiales así como del reparto espacial de diversas formas de energía (H. Von Ditfurth). En su trabajo el científico se limita metodológicamente a la posición del monismo materialista. Esta limitación forma parte de la definición de la disciplina a la que se ha consagrado. La investigación científica de sistemas vivos no es otra cosa que el intento de ver adónde se llega cuando uno se esfuerza por explicar la estructura y el comportamiento de estos sistemas sólo gracias a sus particularidades materiales. Esto es legítimo y, por lo que respecta a las posibilidades de investigación práctica, el único método fructífero. Sólo que no debe perderse de vista que se trata una vez más no de una afirmación sobre la realidad, sino sobre una autolimitación metodológica; y muchos científicos lo han olvidado hace tiempo. El resultado es una enfermedad ideológica profesional que, como demuestra la experiencia, puede conducir a la grotesca convicción de que, en realidad, no existen fenómenos espirituales.

     El propio Konrad Lorenz escribió: “El proceso filogénico que conduce al origen de estructuras apropiadas para la conservación de la especie se parece tanto al aprendizaje del individuo que no tiene por qué extrañarnos demasiado que a menudo el resultado final de ambos sea casi igual. El genoma, el sistema de los cromosomas, contiene un tesoro de información de una riqueza francamente incomprensible. Este tesoro se ha ido formando mediante un proceso que a lo que más se parece es al aprendizaje gracias al ensayo y error”.

     Si consideramos la cronología genética de la relación que existe entre ellos y las actividades que tienen lugar de manera conciente en nuestra cabeza y que caracterizamos con las mismas palabras, se nos cae la venda de los ojos. Entonces vemos que con nuestra acostumbrada manera de considerar la situación nos volvemos a encontrar aferrados al prejuicio antropocéntrico que en toda ocasión quiere convencernos de que nosotros mismos somos el punto de partida de toda la cadena causal. Pero como también en otros campos tenemos la tendencia a basar nuestros juicios en nuestras propias experiencias como si fueran un patrón, la Naturaleza nos parece condenada a la falta de ingenio, ya que no somos capaces de descubrir en ella ningún cerebro pensante. En una conclusión precipitada identificamos la indiscutible carencia de cerebro de la Naturaleza con la no existencia de inteligencia, fantasía, capacidad y todas las demás potencias creativas que en nosotros van unidas a la existencia de un sistema central intacto. Como durante demasiado tiempo hemos hecho del propio caso el fundamento de nuestro juicio, estamos convencidos de que es nuestro cerebro quien con todas estas capacidades y posibilidades construye las entelequias que percibe y que, por tanto, sin nuestro cerebro no existirían. Una parte no poco esencial de nuestro asombro ante la Naturaleza se basa en un malentendido que tiene sus raíces aquí. Que una parte no poco importante de nuestra admiración por la Naturaleza se debe a un misterio demasiado palpable: al asombro por todo lo que ha podido llevar a cabo esta Naturaleza que tiene que arreglárselas sin cerebro y que con ello a nuestros ojos carece de todas las facultades creativas que para nosotros comporta el hecho de poseer un cerebro. Como si la creatividad y la facultad de aprender no hubieran aparecido en este mundo hasta nuestra llegada, cosa que naturalmente plantea la cuestión de cómo ha podido conseguir llegar hasta este punto la naturaleza en todos los eones anteriores.

     Es que la Vida tiene conciencia. Aprendizaje e inteligencia, la búsqueda de la solución a los problemas y las decisiones tomadas ante el fondo de una escala de valores que representa el resultado de procesos de aprendizajes anteriores, todo esto existe también fuera de la esfera del cerebro. Todo esto son realizaciones que, sin estar localizadas en un lugar concreto (un cerebro o una computadora) pueden existir de verdad y actuar de verdad a nivel supraindividual. Esta afirmación no tiene nada de metafísico. Solamente contradice nuestra habitual manera de pensar. Sin embargo, no describe más que hechos que existen de verdad en el mundo. Las funciones que acostumbramos a denominar “psíquicas” son anteriores a todos los cerebros. No son productos cerebrales; al contrario, como todo lo demás, también los cerebros pudieron ser producidos al final por la evolución sólo porque desde el principio ésta fue dirigida por las funciones de las que he escrito. Nuestro cerebro no es la fuente de estos logros, lo único que hace es integrarlos en el individuo. Tenemos que aprender a ver en el cerebro al órgano gracias al cual la evolución ha conseguido poner a disposición del organismo individual, como estrategias de comportamiento, las facultades y potencias inherentes a ella desde el principio, pero de ninguna manera en toda su amplitud. Hasta el momento, a pesar del tiempo transcurrido, este don está aún en un estado de desarrollo muy imperfecto. Ninguna persona estaría en condiciones de dirigir un hígado o construir una célula desde su cerebro. Resulta una trivialidad —pero que generalmente se nos escapa— decir que la mayor parte de lo que la evolución ha sido capaz de producir —sin cerebro— nosotros, a pesar de todos nuestros esfuerzos, sólo podemos entenderlo en una mínima parte y mucho menos aún imitarlo.

     Tenemos que contar con la posibilidad de que también la fase biológica de la evolución pudiera ser sólo un estado pasajero de la historia (como lo ha sido, por ejemplo, la evolución química). Es posible exponer argumentos a favor de la hipótesis de que la evolución biológica pudiera terminar en cuanto a sus productos (nosotros), pero a partir de éstos las leyes de la evolución hayan proporcionado a las estructuras cibernéticas la complejidad suficiente para que las capacite para seguir desarrollándose independientemente, sin ayuda de técnicos orgánicos, “vivos”. Y cuando esas supercomputadoras cuenten con sistemas de transmisión de información no electrónicos sino por ejemplo, solamente ópticos, se estará a un paso de obtener soportes meramente energéticos para la información. Y cuando la información pueda transmitirse y almacenarse en “receptáculos energéticos”, los contenedores materiales serán superfluos. Entonces, una “masa de energía” podrá a la vez ser vehículo y procesos de aprendizaje, inteligencia, ensayo, error, almacenamiento, en síntesis, entes pensantes. De aquí a la concepción de “entidades espirituales” hay un solo paso que quizás sólo nuestras anteojeras materialistas, la manipulación paradigmática del pelotón de tuercas y tornillos, nos impiden ver en la fenomenología OVNI.

     En ocasiones uno tiene la certera intuición de estar en la vía correcta, más allá de la cantidad de obstáculos que se interponen en el camino. Desde sonrisas sardónicas que nos empujan al aislamiento social hasta diatribas descalificadoras que atentan contra la continuidad de nuestra cordura, es fácil ceder a la presunción de que lo que hasta entonces llamamos “inspiración” no es más que el cortocircuito de algunas de nuestras neuronas.

     Y de pronto, uno recuerda que muchos científicos, aunque no hayan sido muy afectos a describirlo en estos términos, dependieron de sus intuiciones para provocar pequeños o grandes saltos en el conocimiento. Kekulé con la estructura del benceno, Böhr con la del átomo, los sueños, campo propicio a las percepciones iluministas, abrieron las puertas al conocimiento hoy masivamente aceptado. Y, si se detienen ustedes a pensarlo, las intuiciones residen detrás de todo avance científico: ningún investigador descubre algo si no diseña y adapta o condiciona previamente su método, su trabajo y hasta sus instrumentos en función de hallar algo que, hasta ese momento, sólo existía en la teoría y en su sensación de estar en el camino correcto. En efecto, ningún hombre de ciencia investiga para probar lo que no cree que exista. Investiga y trabaja para probar lo que sospecha que sí existe. Y eso es intuición pura.

     De manera que, alentado por esas conclusiones, doy rienda suelta a mi imaginación creativa (que algunos supondrán en extremo fantasiosa) para esbozar la conclusión de este trabajo: la sospecha de que detrás de lo que llamamos Ocultismo reside una ciencia no necesariamente producto del desarrollo que a la misma le dieron sus cultores humanos y mortales, y ni siquiera tal vez reveladas por espirituales seres del empíreo divino. Sospecho que el Ocultismo es el reservorio, debidamente codificado, de evidencias de una ciencia legada por seres extraterrestres, algunos de ellos “no materiales” (si energéticos o espirituales, discútanlo ustedes) que contactaron en distintas épocas a los humanos para provocar saltos cuánticos en la evolución de la humanidad, saltos que respondían a sus propios intereses y beneficios, saltos cuánticos cíclicamente alentados u obstaculizados por sociedades humanas con intereses muy afines a este ajedrez cósmico.

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