Enfoque difícil el que me he propuesto en este trabajo. Supongo que venía siendo insinuado por otros anteriores de mi autoría, pero sin duda proponer, quizás demasiado frontalmente y desde el título mismo del artículo un “paradigma espiritual” en la Ovnilogía suena paradójicamente casi a herejía, en tiempos donde, si no de hecho, por lo menos de forma resulta en dividendos intelectuales más socializados enarbolar las banderas de la metodología científica, y confundiendo la misma no tanto con rigurosidad expositiva sino con la profusión de materialismo a la que son tan afectos mis colegas del pelotón de tuercas y tornillos extraterrestres.
Sin duda resulta, en el ámbito mediático de investigadores y difusores de esta disciplina, más redituable, otorgando más cartel de “serio y responsable” proponer un estudio cribado por el laboratorio –y la palmada en la espalda, si es posible, de alguien con título académico como aval de nuestro “cientificismo”- que especular sobre las causas e implicancias de considerar a los OVNIs materia de enfoque espiritualista. Se agrega a ello el peligro, siempre latente, de caer en la confusión de malinterpretar “espiritualismo” como “mesianismo”, o proponer una lectura contactista del fenómeno. Así que no es redundante volver a hacer hincapié que cuando escribo sobre “paradigma espiritual” me remito precisamente a eso: especular sobre una etiología, una génesis del fenómeno quizás no tanto “extraterrestre” como procedente de un orden de Realidad no física, empleando “espiritualidad” entonces, como antítesis de “materialidad”.
Razonando la espiritualidad
Vivimos –qué duda cabe- en un mundo dominado por una concepción maniquea, la de que la “verdad científica” se opone a la “verdad del espíritu”. Un mundo que, por un lado, aglutina a los fundamentalistas que temen que las luces de la ciencia invada lo que es territorio de sus dogmas y por otro, los que cierran filas en la convicción de que sólo es cuestión de tiempo que los instrumentos del laboratorio desguacen los resabios de lo que llaman “supersticiones”. Aferrarse a una concepción dividida del mundo tiene consecuencias peligrosas, pues en todos nosotros dormita la sospecha de que sólo una de tales dos “verdades” puede ser realidad. Esto hace que los cientificistas y todas las personas cuya concepción de lo “real” esté conformada, en sus rasgos esenciales, por las modernas “ciencias duras” se vuelquen cada vez más al ateísmo, es decir, al intento de arreglárselas sólo con la propia razón.
El ejemplo más clásico de ello es la dicotomía evolución versus creación. Se tiene de la evolución la idea (que anticipamos equivocada) de que se trata de una Naturaleza capaz, por medios aleatorios, de “elegir” la mutación más óptima para las siguientes generaciones, algo que no es explicable, en su raíz finalista, por el cálculo de probabilidades (ya lo sabemos: ¿le sería posible a un mono –a una población de monos- jugando con tarjetones con letras inscriptas, lograr, por simple azar, reescribir toda la obra de Shakespeare?), lo que a su vez les deja un “nicho” a los creacionistas para discernir allí la mano de Dios. Pero la evolución no ha funcionado (no funciona ni funcionará) de esa forma: la evolución consiste en una Naturaleza que permanentemente experimenta nuevas opciones, nuevas mutaciones, la enorme mayoría de las cuales caen en un pozo sin fondo hasta que se dan las condiciones que le hacen imponer su supremacía: como ejemplo, imaginémonos experimentos azarosos de esa Naturaleza creando esporádicamente lobos albinos en un bosque templado. Esto es una dificultad para la supervivencia –ese animal queda así expuesto a la vista de sus naturales enemigos con mayor facilidad, digamos, que uno pardo o gris- hasta que en un futuro probable deviene una época glaciar. Lo que hasta ese momento era un hándicap en contra (por ello los lobos albinos no se imponían numéricamente) se transforma, por una circunstancia climática, en una ventaja a favor: los lobos albinos cuentan entonces con mayores recursos para mimetizarse con el entorno, aumenta su expectativa de vida y se multiplican hasta ser dominantes.
Comprender un hecho tan simple implica iniciar el camino de un nuevo paradigma, de una nueva concepción en el modelo del Todo. Es comprender que no avanzaremos en la comprensión del fenómeno OVNI hasta que no variemos nuestras actitudes intelectuales para abordarlo. La primera de ellas, la útil pero a la vez limitante especialización conceptual: comprender que los límites que creemos percibir en todas partes, entre el “yo aquí” y “todo lo demás allá” no pertenecen a la realidad misma. No son más que proyecciones de nuestras estructuras imaginativas que, ante el mundo, son totalmente insuficientes, algo así como una red de coordenadas geográficas con que nuestro cerebro cubre el mundo exterior y gracias al cual intentamos que en medio de la multitud de fenómenos nos resulte más fácil orientarnos. Consecuencia de ello es nuestra especialización científica, la cual no es consecuencia de una especialización de la naturaleza. Es consecuencia de nuestra incapacidad de abarcar y examinar la totalidad al mismo tiempo. Por consiguiente, si comprendemos al mundo como una continuidad, podemos formular que lo que llamamos fenómeno OVNI es parte de esa continuidad y algo que tiene realidad en un sentido informático. En el sentido de la teoría de la información, ésta es precisamente la diferencia de la distribución de señales del promedio estadístico que se observa independientemente de cualquier contenido. La “sustancia” de la información así definida no tiene nada que ver con el “contenido” de lo que estamos acostumbrados a llamar “una” información en nuestro lenguaje cotidiano. Más bien queda definida por una medida verificable cuantitativamente en que se diferencia del promedio.
Una opción para el “Más Allá”
Si hablamos de una dimensión espiritual del fenómeno OVNI, nos vemos obligados a considerar el concepto de lo “trascendente”. Lo trascendente al tiempo y espacio tal como lo conocemos, regido por las esclavistas leyes físicas. De manera que debemos entonces tratar de conceptuar el concepto del “Más Allá”. Y ello nos retrotrae al Momento Primero del Universo.
La teoría del Big Bang sostiene que el Todo (toda la materia, todo el espacio) estaba reducida a un punto minúsculo que, hace unos veinte mil millones de años, explotó. Hoy en día los científicos teorizan sobre los procesos ocurridos hasta un milisegundo después de la Gran Explosión, con procesos energéticos imposibles de concebir prácticamente sucediéndose a velocidades escalofriantes en esa génesis cósmica. Al común de los mortales le resulta medianamente comprensible la idea de que toda la materia (en realidad, entonces, energía y plasma) se hallaba reducida a unas dimensiones despreciables. Lo que habitualmente se le escapa, empero, es que si el concepto del tiempo –por física relativista- es inseparable del de espacio, entonces también el tiempo no sólo comenzó entonces, sino que estaba limitado a esa esfera original. Un naturalista no vería motivo alguno para presentar objeciones a esta posibilidad puesto que para él el “tiempo”, enlazado inseparablemente al espacio de este Universo, junto con la energía, la materia y las leyes naturales, se originó en aquél acontecimiento. Por ello, para nuestro naturalista el “tiempo” es, junto con la energía, el espacio lleno de materia y determinadas constantes naturales (las masas de las partículas subatómicas, la constante de la gravitación, la velocidad de la luz, la constante de Planck, etc.) una propiedad de este mundo. Así, en la moderna concepción científica del mundo, que sobrepasa de manera tan extraña nuestras cándidas ideas, está unida a la existencia de este mundo y no existe sin él. No es una categoría que abarque el mundo en su totalidad, que lo determine o lo contenga “desde el exterior”. Y si existe semejante “exterior” existiría en la intemporalidad y la “aespacialidad”. A pesar de cargar con el peso intelectual de abarcar con miles de millones de años de evolución, podemos afirmar que ese instante primero no ha terminado: porque la expansión continúa, y la dilatación de la percepción del tiempo asociado también: la evolución es idéntica al momento de la creación. Por tanto, lo que llamamos “evolución cósmica y biológica” son las proyecciones del acontecimiento de la creación en nuestro propio cerebro. Que la historia de la evolución de la materia inanimada y animada es la forma en la que presenciamos desde adentro la creación, que desde afuera, desde la perspectiva trascendente, es el acto de un momento. Ese “afuera” es el Más Allá.
Llegados a este punto, debemos dejar constancia que se trata en todo caso de afirmaciones que no contradicen en nada la moderna concepción científica del mundo. Así, pues, nos encontramos con el ejemplo de un caso donde el conocimiento científico abre al entendimiento religioso un camino completamente nuevo.
Por consiguiente, el espacio y el tiempo no son en absoluto algo así como experiencias que realizamos sobre el mundo, como suponía la filosofía antes de Kant. Son más bien estructuras de nuestro pensamiento, de nuestra intuición. Se encuentran a priori en nuestro pensamiento. Antes de cualquier experiencia que adquiramos. Son innatas en nosotros. Puesto que el “espacio” y el “tiempo” son innatos en nosotros (como parte que somos del “instante evolutivo”) como formas del conocimiento, no tenemos la menor posibilidad de llegar a saber o experimentar nada que no sea espacial o temporal. Por ello, como dijo Kant, el espacio y el tiempo no son el resultado, sino la condición previa de toda experiencia. Son juicios que emitimos a priori sobre el mundo, prejuicios innatos de los que no podemos liberarnos. Pero por ser esto así no tenemos derecho a suponer que el espacio y el tiempo pertenecen al mundo mismo tal como es “en sí”, objetivamente, sin el reflejo en nuestra conciencia, que es nuestra única manera de poder vivirlo. El orden que presenta el concepto del mundo que nosotros experimentamos no es la copia del orden del mundo mismo. Es, según Kant, sólo la copia de las estructuras ordenadas de mi propio aparato pensante. Por lo tanto, si veo a Dios “allí” es porque primero está “aquí”.
Aquí podríamos hacer una digresión sobre una de las cuestiones más interesantes planteadas por la filosofía oriental: la necesidad de contemplar desde el No Yo. Ahora, si no podemos pensar el No Yo (como el No Tiempo y el No Espacio) es porque es parte de la conciencia, no lo que ella descubra. Por eso, hay un “fuera de la conciencia”, con No Yo, No Tiempo, No Espacio. El Más Allá. La fusión en (y con) el Cosmos. El Nirvana. La pregunta que aquí podríamos hacernos (siguiendo a Gurdjieff) es si se trata del Yo de los “yoes” menores y multifacéticos de nuestros “momentos de conciencia” cotidianos. Ya que si los “yoes menores” hacen el Yo Psicológico (hago los roles en tiempo y espacio), es porque hay un Yo mayor. Es el espíritu.
Abducciones y experiencias cercanas a la muerte
Escribe Hoimar von Ditfurth (en “No somos sólo de este mundo”, Planeta, 1983, pág. 129: “Hace unos treinta años, el etólogo Erich von Holst descubrió que un gallo lleva en su cabeza de manera congénita la imagen del enemigo mortal de su especie. Esta prueba la proporcionó un experimento cuyo resultado tiene que dar mucho que pensar. No porque fuera cruel; en cierto modo incluso porque se dio el caso contrario: durante el experimento el gallo no se dio cuenta en absoluto de cómo se burlaban de él, por lo visto, ni siquiera de que estaba siendo objeto de una manipulación. Precisamente esta circunstancia es la que tiene que dejar confuso a un observador. Y esto sucederá si se le ocurre preguntarse si lo que es válido para el gallo puede aplicarse a sí mismo”.
“Erich von Holst narcotizó a sus gallos y les metió finísimos cables en el cerebro. Estos cables estaban aislados con una laca finísima excepto en el extremo que quedó sin cubrir. Los cables se adaptaron sin la menor complicación. Los animales no se dieron cuenta de nada (el cerebro es un órgano insensible al dolor). Con este procedimiento pretendía provocar estímulos eléctricos en los lugares del cerebro de los animales en que estaban encajados los extremos lisos de los cables. Para ello se utilizaron impulsos eléctricos cuya intensidad y forma de sus curvas correspondieran en todas sus particularidades a las de los impulsos nerviosos naturales”.
“En tales circunstancias los animales no se dieron cuenta de que se les estaba haciendo algo, que estaban siendo víctimas de una influencia “desde fuera”, artificial. Los habían domesticado y adiestrado para que durante el experimento se movieran con entera libertad en una mesita. Y esto es lo que hicieron, completamente relajados, cacareando suavemente, picoteando de vez en cuando en busca de pequeñas manchas, como suelen hacer los pollos.”
“Hasta el momento en que Holst o uno de sus colaboradores tocó el botón que enviaba la corriente, que no podía distinguirse e un impulso nervioso natural, a través del cable, cuyo liso extremo terminaba en lo más profundo del cerebro del pollo. Entonces, en la mesa de experimentos la escena cambió de repente. Los pollos siguieron comportándose –y esto es precisamente lo espectacular del experimento- como suelen hacerlo, pero parecían sentirse de improviso transportados a situaciones que ya no tenían nada que ver con el ambiente objetivo de la mesa vacía. La reacción comienza algunos segundos después con una típica “toma de viento” por parte del animal. De repente, en medio de un movimiento, el gallo se pone rígido, se endereza y con los movimientos de cabeza pendulares típicos de su especie husmea el ambiente con evidente tensión. Pocos momentos más tarde parece haber descubierto algo y fija la vista en un punto determinado de la mesa (que sigue vacía).”
“Este “algo” invisible parece acercársele. Cada vez más excitado, el gallo empieza a marchar de un lado a otro de la mesa. Aleteando realiza unos movimientos que parecen querer evitar “algo” que por lo visto se le está acercando cada vez más, y da picotazos fuertes hacia la dirección en la que, como hechizado, tiene la vista fija. No hay duda, el animal se siente amenazado. Se comporta como si en la mesa se le acercara un peligro contra el que tiene que defenderse”.
“El desenlace de la escena depende de las circunstancias. El jefe del experimento puede soltar en cualquier momento el botón que provoca el estímulo. Si lo hace, el gallo se endereza en seguida y mira a su alrededor como si buscara algo. Es imposible sustraerse a la impresión de que está desconcertado de que el peligro haya desaparecido tan repentinamente. Cuando el gallo se ha convencido del todo de que es así, ahueca aliviado el plumaje y lanza un triunfante “quiriquiquí”. Dudar de que entre su reacción combativa y la desaparición de la amenaza existe una relación de causalidad es algo que no se le ocurre.”
“En cambio, si el estímulo sigue conectado puede suceder que el animal busque un sucedáneo para su tensión interna, que por lo visto se hace cada vez más inaguantable. En general, este sucedáneo es uno de los científicos que se encuentran alrededor de la mesa. Las películas muestran que, en este caso, los ataques de los gallos se dirigen preferentemente a las manos de los que son tan imprudentes de apoyarlas sobre la mesa durante el experimento. Por lo visto, el tamaño y la posición de una mano humana apoyada en la mesa es lo que más se parece al amenazador fantasma que la corriente hace surgir en el cerebro del gallo”.
“Pero como un enemigo fingido de manera tan disimulada no puede expulsarse por fuertes que sean los picotazos, si el impulso sigue conectado la escena termina por lo general de esta manera: el gallo deja estar por fin todos los modales que ha adquirido gracias a una paciente labor de adiestramiento y con fuertes gritos abandona la mesa revoloteando. Con ello el animal provoca la desaparición del supuesto enemigo si bien de una manera que él no puede comprender: rompiendo el finísimo cable que producía el fantasma en su cerebro”.
“Este experimento puede repetirse cuantas veces se desee. Siempre que el estímulo se produce en el lugar del cerebro “encargado” de ello, el gallo desarrolla el mismo programa de forma estereotipada. Hay que tener presente una cosa: lo único artificial y procedente del exterior es el impulso eléctrico parecido al impulso nervioso natural. Es, simplemente, el desencadenante de los acontecimientos. Todo lo que sucede después lo produce el mismo animal, toda la escena compuesta por una serie innumerable de elementos diversos de comportamiento y que se repite en la mesa vacía, siempre que se apriete el consabido botón: la lucha con el fantasma de un “enemigo terrestre” que se acerca”.
Es imposible leer estas líneas y no asociarlas irremediablemente con el fenómeno OVNI y, especialmente, la situación de las abducciones. Tenemos lícito derecho a preguntarnos si algo similar no ocurrirá en estos casos y si, al igual al gallo cuyo “programa de defensa” es congénito, genético, lo que hace en nosotros el “estímulo exterior” es detonar la escenificación, la representación sensorial de un secuestro. Pero, ¿por qué precisamente esa situación y no otra?. Si la psicología del ser humano –individual y colectiva- obedece a un principio de economía de energía y eficiencia, es porque más que re – crear una situación imaginaria –con la consabida dificultad de su identidad en los miles de casos de abducciones- es porque se trata simplemente de recurrir a una escenificación con una finalidad en orden a la evolución. Voy a decirlo directamente: ¿escenificamos abducciones porque así ocurren o porque son la forma más económica y eficiente –en términos de energía psíquica- de hacer catarsis o bien representar el contacto con una realidad paralela, desde la cual, Algo o Alguien nos estimula como von Holst al gallo?. Voy más allá: ¿es improbable concebir que nuestra “respuesta condicionada” (quizás para satisfacción de Zacharías Sitchin) fue “incorporada”, pautada, en algún momento de nuestra evolución primigenia por una inteligencia exterior con vistas a condicionar estas respuestas en algún momento futuro?. Y, obviamente, reflexiones de similar tenor podríamos hacer respecto a las OOBE (“out of body experiences” o “experiencias fuera del cuerpo”) y las “peritanatológicas” (o experiencias cercanas a la muerte).
Pero existe otro razonamiento para abonar la hipótesis de que nuestras “intuiciones espirituales” no son gratuitas. Y es aquél que dice que toda adaptación reproduce una parte del mundo real (o se acomoda a una parte de él). Esto no sólo puede decirse de los cascos de los caballos, las alas de las aves y las aletas de los peces. Puede decirse también de las estructuras del conocimiento. Por lo tanto, esas “formas de intuición” se adaptan, porque reflejan, algo del mundo real.
El OVNI como estímulo – señal
No ha dejado nunca de ser grotesco para los experimentadores que si a una gallina se le ubica, cerca pero inmóvil, una comadreja disecada, después de cierta reacción de sorpresa el plumífero queda totalmente indiferente ante su natural depredador. Pero si se toma una bolsa cubierta de piel y se le fijan dos botones brillantes donde en un animal deberían ir los ojos (una verdadera caricatura de comadreja) pero mediante un cable se le imprime un sentido de movimiento la gallina se desespera por huir. El estímulo – señal, codificado genéticamente, tiene valores primitivos y esenciales, donde no importa tanto el aspecto sino otras variables, como, precisamente, el sentido de movimiento, a pesar de que no se parece casi en nada al agresor. Con los correspondientes estímulos – señal, se ha demostrado en innumerables casos que esto es válido también para otros animales. Cuando se ha llegado a descubrir cuáles son los estímulos específicos que les sirven de señal, aves de toda clase, peces, insectos, etc., todos se dejan manipular de manera previsible con los estímulos “fabricados” gracias a ellos. La reacción se efectúa no sólo de manera previsible, sino además infalible. Los animales son del todo incapaces de escapar al efecto desencadenante de tales estímulos.
Esto acentúa la impresión de ver al OVNI, sin desmerecer su realidad física, como un ente “psicoide”, un “mandala”, algo a caballo de dos realidades. Sería interesante realizar el experimento de estudiar las reacciones de las personas ante un OVNI proteiforme fabricado artificialmente, aunque cabe preguntarnos, ¿proteiforme de qué es un OVNI?. Es dable suponer que las personas reaccionarán a similitud de los animales, reduciéndose el OVNI – estímulo – señal a sus variables más elementales siempre y cuando, como dijéramos al resumir la teoría de la información, pudiéramos resumir en él la diferencia de la distribución de señales del promedio estadístico que se observa independientemente de cualquier contenido. La composición del estímulo clave desencadenante a base del menor número de características válidas para todos los enemigos del gallo que entran en consideración, es la única solución imaginable del aparentemente casi utópico problema que consiste en almacenar genéticamente una imagen que refleja todos los enemigos que pueda llegar a encontrar algún día puesto que existen concretamente en el medio real. Lo que ha realizado aquí la evolución es nada menos que una “generalización y abstracción”, una generalización que prescinde sistemáticamente de la diferencia de detalles individuales. Así, pues, al gallo, como organismo biológico, el conocimiento congénito sobre el mundo le proporciona una información óptima, exacta, útil. Y como su existencia se limita a la esfera biológica, para él el caso queda solucionado así de manera satisfactoria.
Algo distinto se presenta el asunto para nosotros. Con respecto a la facultad cognoscitiva del gallo, nosotros nos encontramos en una esfera superior, en cierto modo una “metaesfera”. Examinada desde este plano “metafísico” para el gallo, la situación descrita en su totalidad gracias al sistema cerrado del programa de comportamiento congénito con patrón desencadenante incorporado, por una parte, y constelación de señales objetiva como estímulo desencadenante, adquiere una cualidad muy distinta. Extrapolando, nada nos impide entonces suponer que la constelación de percepciones espirituales de la humanidad (revelaciones preternaturales, mensajes cósmicos, manifestaciones fantasmales, voces angelicales, y cuanto etcétera puedan ustedes imaginar) pueden ser reducibles a estímulos – señal básicos, y de ellos el OVNI puede ser el estímulo clave desencadenante. Esto explicaría varias cosas: por un lado, el amplio espectro de intereses que paulatinamente van adquiriendo los aficionados a estas disciplinas, desde la curiosidad monotemática hasta la inquietud universalista. Por otro, las “modas” cíclicas que “lo sobrenatural” presenta en distintos momentos de la historia humana. Y finalmente, los sustratos comunes tanto a los fenómenos ovnilógicos como los paranormales.
Pero pueden inferirse dos conclusiones más importantes: una, que entonces el hecho de que en laboratorios se pueda recrear (de manera bastante pobre, debemos admitir) “sensaciones de presencias espirituales” mediante el expeditivo método de someter al sujeto de la experiencia a estímulos físicos (con lo que se busca una reducción al absurdo de toda fenomenología paranormal a la categoría de alteraciones sinestésicas) sólo nos estaría diciendo que es posible recrear estímulos clave, y no que aquellas no existan (como el hecho que pueda generarse un “agresor fantasma” en el cerebro del gallo no quita que las comadrejas hagan de las suyas en el mundo real). Además, sólo indicarían las áreas corticales que entran en el proceso, pero no el origen del proceso en sí. Y en segundo lugar, que así como el gallo tiene una percepción del enemigo superior a la de una garrapata (para poder poner sus huevos en mamíferos, ésta necesita identificarlos de los reptiles, y para ello sólo necesita un estímulo: ser sensible al ácido butírico, infaltable en todo sudor), siendo de todas formas que a sus fines –y a su grado evolutivo- la percepción del mundo que tiene la garrapata es correcta (pero inferior a la del gallo) ontológicamente advertimos que la concepción del mundo del gallo también es correcta, pero limitada. Por consiguiente, y habiéndose visto que la evolución ni con mucho ha cesado (recuerden que todavía estaríamos en el “instante de la creación”) nuestra percepción del mundo, siendo correcta, también compartiría con aquellas su “limitidad”. Y los propios experimentos etológicos van más allá: como la gallina reconoce a sus polluelos por el piar y no por el aspecto, se ha colocado la famosa comadreja disecada dentro del nido de una gallina, eso sí, con un minúsculo altavoz que reproducía un piar de pollitos, observándose como aquélla trataba de protegerla y cubrirla, mientras que si se le cubrían los oídos, atacaba a picotazos a sus propios polluelos circunstancialmente alejados del nido. Extrapolando, de aquí a manipular la especie humana –aún en contra de las escalas de valores que consideramos lógicos o éticos- contra un eventual cambio de ideas, hay sólo un paso.
Llegados aquí, deberíamos preguntarnos después de todo si desde los propios argumentos de la ciencia pueden elaborarse estas especulaciones, el porqué de la generalizada resistencia de los científicos a lo espiritual. Las ciencias de la naturaleza son las ciencias de la estructura y cambio de los sistemas materiales así como del reparto espacial de diversas formas de energía (H. Von Ditfurth). En su trabajo el científico se limita metodológicamente a la posición del monismo materialista. Esta limitación forma parte de la definición de la disciplina a la que se ha consagrado. La investigación científica de sistemas vivos no es otra cosa que el intento de ver adónde se llega cuando uno se esfuerza por explicar la estructura y el comportamiento de estos sistemas sólo gracias a sus particularidades materiales. Esto es legítimo y, por lo que respecta a las posibilidades de investigación práctica, el único método fructífero. Sólo que no debe perderse de vista que se trata una vez más no de una afirmación sobre la realidad, sino sobre una autolimitación metodológica; y muchos científicos lo han olvidado hace tiempo. El resultado es una enfermedad ideológica profesional que, como demuestra la experiencia, puede conducir a la grotesca convicción de que, en realidad, no existen fenómenos espirituales.
El propio Konrad Lorenz escribió: “El proceso filogénico que conduce al origen de estructuras apropiadas para la conservación de la especie se parece tanto al aprendizaje del individuo que no tiene por qué extrañarnos demasiado que a menudo el resultado final de ambos sea casi igual. El genoma, el sistema de los cromosomas, contiene un tesoro de información de una riqueza francamente incomprensible. Este tesoro se ha ido formando mediante un proceso que a lo que más se parece es al aprendizaje gracias al ensayo y error”.
Si consideramos la cronología genética de la relación que existe entre ellos y las actividades que tienen lugar de manera conciente en nuestra cabeza y que caracterizamos con las mismas palabras, se nos cae la venda de los ojos. Entonces vemos que con nuestra acostumbrada manera de considerar la situación nos volvemos a encontrar aferrados al prejuicio antropocéntrico que en toda ocasión quiere convencernos de que nosotros mismos somos el punto de partida de toda la cadena causal. Pero como también en otros campos tenemos la tendencia a basar nuestros juicios en nuestras propias experiencias como si fueran un patrón, la naturaleza nos parece condenada a la falta de ingenio, ya que no somos capaces de descubrir en ella ningún cerebro pensante. En una conclusión precipitada identificamos la indiscutible carencia de cerebro de la naturaleza con la no existencia de inteligencia, fantasía, capacidad y todas las demás potencias creativas que en nosotros van unidas a la existencia de un sistema central intacto. Como durante demasiado tiempo hemos hecho del propio caso el fundamento de nuestro juicio, estamos convencidos de que es nuestro cerebro quien con todas estas capacidades y posibilidades y que, por tanto, sin nuestro cerebro no existirían.. Una parte no poco esencial de nuestro asombro ante la naturaleza se basa en un malentendido que tiene sus raíces aquí. Que una parte no poco importante de nuestra admiración por la naturaleza se debe a un misterio demasiado palpable: al asombro por todo lo que ha podido llevar a cabo esta naturaleza que tiene que arreglárselas sin cerebro y que con ello a nuestros ojos carece de todas las facultades creativas que para nosotros comporta el hecho de poseer un cerebro. Como si la creatividad y la facultad de aprender no hubieran aparecido en este mundo hasta nuestra llegada, cosa que naturalmente plantea la cuestión de cómo ha podido conseguir llegar hasta este punto la naturaleza en todos los eones anteriores.
Es que la Vida tiene conciencia. Aprendizaje e inteligencia, la búsqueda de la solución a los problemas y las decisiones tomadas ante el fondo de una escala de valores que representa el resultado de procesos de aprendizajes anteriores, todo esto existe también fuera de la esfera del cerebro. Todo esto son realizaciones que, sin estar localizadas en un lugar concreto (un cerebro o una computadora) pueden existir de verdad y actuar de verdad a nivel supraindividual. Esta afirmación no tiene nada de metafísico. Solamente contradice nuestra habitual manera de pensar. Sin embargo, no describe más que hechos que existen de verdad en el mundo. Las funciones que acostumbramos a denominar “psíquicas” son anteriores a todos los cerebros. No son productos cerebrales; al contrario, como todo lo demás, también los cerebros pudieron ser producidos al final por la evolución sólo porque desde el principio ésta fue dirigida por las funciones de las que he escrito. Nuestro cerebro no es la fuente de estos logros, lo único que hace es integrarlos en el individuo. Tenemos que aprender a ver en el cerebro al órgano gracias al cual la evolución ha conseguido poner a disposición del organismo individual, como estrategias de comportamiento, las facultades y potencias inherentes a ella desde el principio, pero de ninguna manera en toda su amplitud. Hasta el momento, a pesar del tiempo transcurrido, este don está aún en un estado de desarrollo muy imperfecto. Ninguna persona estaría en condiciones de dirigir un hígado o construir una célula desde su cerebro. Resulta una trivialidad –pero que generalmente se nos escapa- decir que la mayor parte de lo que la evolución ha sido capaz de producir –sin cerebro- nosotros, a pesar de todos nuestros esfuerzos, sólo podemos entenderlo en una mínima parte y mucho menos aún imitarlo.
Tenemos que contar con la posibilidad de que también la fase biológica de la evolución pudiera ser sólo un estado pasajero de la historia (como lo ha sido, por ejemplo, la evolución química). Es posible exponer argumentos a favor de la hipótesis de que la evolución biológica pudiera terminar en cuanto a sus productos (nosotros) hayan proporcionado a las estructuras cibernéticas la complejidad suficiente para que las capacite para seguir desarrollándose independientemente, sin ayuda de técnicos orgánicos, “vivos”. Y cuando esas supercomputadoras cuenten con sistemas de transmisión de información no electrónicos sino por ejemplo, solamente ópticos, se estará a un paso de obtener soportes meramente energéticos para la información. Y cuando la información pueda transmitirse y almacenarse en “receptáculos energéticos”, los contenedores materiales serán superfluos. Entonces, una “masa de energía” podrá a la vez ser vehículo y procesos de aprendizaje, inteligencia, ensayo, error, almacenamiento, en síntesis, entes pensantes. De aquí a la concepción de “entidades espirituales” hay un solo paso que quizás sólo nuestras anteojeras materialistas, la manipulación paradigmática del pelotón de tuercas y tornillos nos impide ver en la fenomenología OVNI.