¿QUÉ DEMORA EL CONTACTO EXTRATERRESTRE?

¿QUÉ DEMORA EL CONTACTO EXTRATERRESTRE?

contacto-extraterrestre-L-kkNktGEnfocaré las reflexiones de este artículo hacia una cuestión que, quizás visceralmente, crea un cierto dejo de preocupación en todos quienes, por interés intelectual o simple afición, nos sentimos atraídos por la incógnita de la presencia de culturas alienígenas actuando o no en nuestro mundo. De hecho, la ausencia de un contacto (que, como bien señalan los participantes de los distintos programas de búsqueda extraterrestre, permite sostener que «la ausencia de evidencia no es evidencia de la ausencia») ya se trate de tripulantes de OVNIs como de respuestas a nuestros sondeos radioastronómicos, ha llevado a ciertos escépticos al extremo de afirmar que, precisamente, todo ello apunta a demostrar que nadie existe más allá de nuestras fronteras espaciales. Y sobre todo esto trata –y algo más– esta nota.

En principio, es reiterativo pero necesario destacar que existen dos planos de discusión: uno, el que nuclea a los defensores de la hipótesis extraterrestre en torno a los OVNIs. Otro, para quienes sin expedirse sobre ese particular –y, en ocasiones, siendo claros refutadores de ella– en cambio piensan que sí pueden existir otras culturas alrededor de otras estrellas, imposibilitadas de contactarnos físicamente pero plausibles de detectar instrumentalmente.

En lo personal –pienso que en toda mi actividad ello es manifiesto– soy un defensor del origen extraterrestre de los OVNIs. Sólo que tomo eso del «origen extraterrestre» en un contexto más amplio que el que normalmente se le asigna. Porque pienso que ciertas inteligencias –no todas– detrás de este fenómeno provienen también de otras dimensiones, un eufemismo para referirnos a un orden distinto de la Realidad. Es el concepto del OVNI –o del tripulante– como un “ente psicoide” que he desarrollado en otra oportunidad (1). Sin duda, los negadores de siempre afirmarán, con una sonrisa irónica, que estas reflexiones parten de un preconcepto equivocado, porque sostengo la existencia de algo no demostrado aún, y que el proceso analítico más simple indicaría precisamente lo contrario; el principio de economía de hipótesis (la un tanto oxidada “navaja de Occam”) sostiene que un fenómeno debe explicarse por la vía más sencilla, y sólo si esta no agota todas las manifestaciones del fenómeno pasarse a una de mayor complejidad, y así sucesivamente. Desde ese enfoque, es más sencillo suponer que no existe vida extraterrestre que afirmar que sí la hay. Y, por ello, debemos hacer una digresión al margen de esta discusión.

¿Lo lógico es lo real?
Creo que uno de los errores del conocimiento moderno –sin que eso signifique alentar posiciones oscurantistas que nieguen sus verdaderos avances– es partir de axiomas tomados como verdades monolíticas como el peñasco de Gibraltar, construidas pacientemente a lo largo de siglos por referentes incuestionables de la sapiencia humana. Creo que el «principio de economía de hipótesis» es uno de ellos. Sostener que la Verdad está necesariamente más cerca de lo simple que de lo complejo, artificioso o confuso, suena a verdad propia de «Juan Salvador Gaviota» y, precisamente por ello, más digna de figurar como monserga espiritual que como herramienta de investigación. Pues sostengo que en muchas ocasiones «lo verdadero» no es lo sencillo. Por ejemplo: ¿qué sería más sencillo; suponer que en ciertas circunstancias una partícula que llamamos «fotón» –y sólo una– pasa simultáneamente por dos distintas aberturas, o suponer que quienes afirman ese dogma han cometido errores de interpretación o sus instrumentos no están diseñados para captar una específica realidad de los hechos?. Es más sencillo lo segundo; empero, sabemos que es cierto lo primero. La lógica del pensamiento científico se basa en un discutible sentido común, cuando afirma que no «es lógico» admitir las evidencias presentadas por los investigadores OVNI como pruebas de su origen extraterrestre ya que siempre podría acudirse a otras explicaciones (por la bendita «economía de hipótesis») alternativa a esa, pero descree absolutamente de ese «sentido común» cuando enuncia el Principio de Incertidumbre.

Haber pisado la Universidad y haberme movido muchos años en el terreno del Realismo Fantástico han hecho germinar en mí la desilusionada convicción de que muchos hechos que aceptamos como «verdades científicas» son simplemente la repetición, como un sonsonete monocorde, de clichés de un paradigma dominante. Por la misma razón, muchos hechos que culturalmente se aceptan como «supersticiones» jamás han ameritado una sesuda, prolongada y bien subvencionada investigación científica. Por caso, sabemos que los científicos (especialmente los orientados en las «líneas duras» del pensamiento mecanicista) consideran que la Alquimia es una farsa (aun desconociendo el hecho fundamental de que lo que buscaba el verdadero alquimista, el Iniciado –no el simple «soplador»– no era la transmutación de metales viles en oro, sino la Transmutación con mayúscula, la de su propio espíritu), pero también sabemos que jamás hubo una investigación de largo aliento sobre la misma para etiquetarla coherentemente como tal. Y, de hecho, las construcciones teóricas de cualquier químico o físico para justificar el porqué de la inutilidad de la misma parten necesariamente de preconceptos, que se transforman en prejuicios cuando uno descubre que sostienen sus pareceres sin haber estudiado, leído, documentado previamente sus opiniones sobre los centenarios textos de esa disciplina. Y yo, desde pequeño, siempre fui educado en el concepto de que nada nos hace más fatuos, soberbios y tontos que opinar sobre cuestiones que desconocemos.

Claro que, sin haberlo querido, estoy a punto de contradecirme: porque si hay un tema que –por ahora– desconozco, es precisamente qué están pensando nuestros visitantes extraterrestres. Pero se me ocurren algunas hipótesis, y como tales las consideraremos.

El pánico al sufrimiento
Ocurre que cuando buscamos explicaciones respecto al porqué del «no contacto», siempre solemos acudir a explicaciones que tienen que ver más bien con nosotros. Que nuestra cultura puede colapsar, que no estamos preparados para integrarnos a la familia cósmica, que… Pero, por una vez, me he preguntado si «ellos» no tendrán buenas razones personales para evitarnos. Y se me ocurre esta.

Una civilización tecnológicamente más avanzada, necesariamente, habrá extendido aún más su expectativa de vida. Veámoslo en nosotros mismos: hace dos mil años a los treinta ya se era anciano. A principios de siglo, el promedio de vida en el hombre era de 55 años, hoy es de unos 70. La evolución técnica, qué duda cabe, trae vida. También trae recursos para enfrentar el dolor y el sufrimiento: analgésicos, cirugías y toda una adecuada parafernalia. En consecuencia, cuanto menos en los grandes núcleos urbanos, la muerte es menos cercana y el dolor físico más temido. Nuestros antepasados estaban más endurecidos: una mortalidad infantil muy alta los tenía lamentablemente acostumbrados desde siempre a sufrir la pérdida de seres queridos, muy queridos. La falta de tecnología médica los hacía sobrevivir con grandes sufrimientos; las pestes y guerras hacían de la Parca una visita frecuente y a la que estaban acostumbrados. Es más, no había demasiado tiempo para lamentarse: uno podía morir de mil maneras distintas en cualquier momento.

Hoy en día, tenemos tantos recursos exteriores que hemos perdido los interiores: ante el menor dolor de muelas nos atiborramos de calmantes y ni por todo el oro del mundo enfrentaríamos a un león en las sabanas armados sólo con una lanza. Tememos a la muerte más, porque es menos común. Tememos al sufrimiento más, también porque es menos común. Extrapolando, ¿qué puede llegar a sentir una cultura que ha logrado hacer descender el índice de mortalidad por violencia o enfermedad a cero, y que en virtud de su evolución alcanza centenares de años de existencia?. Con un inconsciente no racional, no analítico (pues nada impide que en ellos también anide) el miedo a la muerte y al dolor se transformaría en pánico. Y, por ende, en una necesidad visceral e irrefrenable (y justificable dialécticamente) de evitar toda situación que no presente un máximo de seguridad y un mínimo de previsibilidad. Conociendo a nuestra especie, siempre habría una excusa para dejar el contacto para más adelante.

Una tecnología no mucho mejor, sino distinta
Otro aspecto a tener en cuenta, y ya en el terreno de nuestros –hasta ahora– infructuosos intentos de comunicación con inteligencias extraterrestres, puede estar vinculado al hecho de que su tecnología (quizás toda su «realidad») opere en ámbitos que apenas intuimos. Así como cien años atrás el instrumental quirúrgico de entonces parecería a los ojos de cualquier cirujano de hoy en día algo más propio de matarifes, los tam-tam africanos serían ignorados en la ciudad más cercana por el mero hecho de ser sus sonidos ahogados por el fárrago del tránsito (mientras los indígenas, sudorosos, golpean los troncos ahuecados día tras día, año tras año, preguntándose cómo, desde esas luces lejanas donde sin embargo deben escucharles, nadie responde); así es posible que la tecnología empleada por esos seres esté a una distancia abismal respecto de la nuestra, al punto de resultar, con nuestro batifondo comunicacional, apenas significativos dentro del ruido cósmico. Así, millones de dólares gastados en programas SETI estarían condenados al fracaso no porque esa inteligencia no exista ni sea suficientemente avanzada, sino, precisamente porque está tan avanzada que somos indistinguibles de una casualidad natural. Es un golpe para el ego humano, pero igualmente cierto, que resulta ridículo suponer que los habitantes de las estrellas se verían obligados a pensar como nosotros; pero no otra cosa hacemos cuando damos por sentado que deberían estar emitiendo sus señales en la banda del hidrógeno estelar que es lo que justamente harían nuestros científicos.

Empeñados en un faraónico proyecto de búsqueda, proponen el juego de «emisor» y «receptor». Ellos emiten año tras año como náufragos desesperados, nosotros somos los de oídos elegidos. Claro, dirían los burócratas que defienden estas inversiones, nosotros también emitimos; televisión, por ejemplo. Y a una cultura tan avanzada debería resultarle extraordinariamente sencillo captar nuestras señales, darse un golpe en la cabeza con uno de sus múltiples tentáculos y decir algo así como: “¡Hey, Pepe!. ¡Aquí hay unos vecinos diciendo algo a los gritos! , para acto seguido pulsar unos botones (o lo que fuera) y enviarnos unos saluditos. Pero, ¿qué pasaría (recuerden los pobres africanos que todavía siguen sudando) si de pronto la televisión y otras formas de comunicación electromagnética les resultaran tan arcaicas que quizás las hayan olvidado o sean sólo curiosidades de museo?. Extrapolen lo que la ciencia, nuestra ciencia, ha avanzado en doscientos años y proyéctenla, digamos, un millón de años en el futuro (con un Universo de por lo menos veinte mil millones, nada me impide pensar que pueda existir una civilización con ese adelanto). No sólo no nos entenderían. Habrían olvidado cosas tales como chips, circuitos y otras menudencias.

A veces me exaspera la incapacidad de nuestra especie de mirar verdaderamente hacia el futuro. O, en otra forma, de creer que los parámetros lógicos con que nos manejamos hoy en día seguirán siendo dominantes apenas unos milenios más. Y me asusta de cara al futuro. Piensen por ejemplo en esos centenares de depósitos subterráneos con desechos radiactivos que permanecerán letales durante diez mil, en algunos casos cien mil años. ¿Estamos haciendo las cosas a conciencia como para proteger, siquiera sea advirtiendo, a nuestros descendientes de su peligro?. Oh, sí, dirán ustedes, los lugares están bien perimetrados militarmente y hay anuncios en todos los idiomas hechos en toda clase de materiales. Pero lo que yo me pregunto es si en, digamos, treinta mil años, seguirá existiendo esta civilización y alguien recordará estos idiomas. Ya sé que ustedes piensan que a medida que pasen los siglos nuevas generaciones serán informadas y educadas por las que les precedieron, y el dato se conservará. Pero la historia cuenta cosas muy distintas. No en treinta mil, sino en cinco mil años, apenas, ascendieron y cayeron multitud de civilizaciones. Conocimientos que eran del dominio público se perdieron (sin ningún Apocalipsis en el medio) y tuvieron que volver a ser redescubiertos, reinventados, reelaborados.

Creo que en veinte mil años desde ahora, no sólo nuestras lenguas estarán muertas (lo que tal vez no sea tanto problema, siempre habrá filólogos dispuestos a reconstruirlas) sino que también es posible que el sentido de las palabras (y los pensamientos que las gestaron) haya cambiado. Por ello, tal vez en el futuro remoto sí reconstruyan nuestros lenguajes, nuestros anuncios y advertencias pero… ¿sabrán interpretar el sentido que les hemos dado cuando en este presente los hemos hecho?. Se me ocurre que sólo figuras bizarras, horrorosas, líneas quebradas que imiten la destrucción arquetípica, tal vez rostros sufrientes serán los símbolos cuyos sentidos, por ser inconscientes, pervivirán por sobre los milenios. Y descubro que muchos científicos han advertido de este riesgo, de cara al futuro lejano, de pérdida del sentido de las señales y advertencias de los depósitos nucleares. En consecuencia, han sido ellos –no yo– quienes han propuesto rodear esas zonas con figuras que grafiquen escultóricamente el terror que duerme en las profundidades. Y me pregunto, mirando ahora hacia el pasado: ¿cuántas remotísimas alegorías, cuántas estatuas, monumentos, catafalcos, cuántos petroglifos prehistóricos nos han dejado los Antiguos con su simbología de horror, muerte y destrucción, y no hemos sabido ver en ellos más que “desechos de supersticiones”?. ¿Y si, como haremos nosotros pensando en el porvenir, ellos, desde el pasado, quisieron advertirnos de algo?. ¿Por qué los hombres del futuro deberán interpretar nuestros mensajes de manera distinta a como nosotros hemos interpretado los del pasado?.

Claro que algún lector podría aducir que, ciertamente, si esos mensajes que llegan desde las profundidades del tiempo advirtieran de algún peligro nuclear oculto, nuestra impune violación de esos lugares habría desatado el infierno sobre la Tierra. Pero es que no estoy pensando necesariamente en material radiactivo. Porque puede haber sustancias mucho más terroríficas e inclusive más sutiles en su desparramarse sobre el planeta. «Sustancias» (la palabra es en sí una contradicción) o «energías» ante las cuales la radioactividad sería primitiva. Bacilos espirituales, larvas astrales, venenos metafísicos, ante los cuales nuestra civilización carece de métodos de detección, como una cultura preatómica carecería de métodos para detectar a tiempo escapes radiactivos de un depósito abandonado por seres extraterrestres…

¿Somos un virus cósmico?
En otro orden, una de las explicaciones más populares para apuntar al porqué del no-contacto estriba en considerar a la especie humana potencialmente peligrosa para la ciudadanía cósmica. Claro que también es posible que la elección por el no-contacto de nuestros visitantes siderales encuentre su razón de ser en estrictas y asépticas razones científicas, como el poder observar en su medio natural y sin interferencias (más allá del inevitable «observador que modifica lo observado») la evolución de las culturas de nuestro planeta. Pero también cabe la posibilidad de estar haciéndolo por nuestro propio bien: creo que nadie como el propio Darnaude (citado en la dedicatoria de este artículo) ha enlistado las desastrosas consecuencias (por lo menos, desastrosas para el omnímodo poder en las sombras) que tendrían para nuestra economía, geopolítica y religiones el contacto abierto y sin condiciones.

Pero también podemos proponer esta otra lectura: una civilización ha seguido en algún remoto confín del espacio una evolución tan anticipada a la nuestra, que nos ve como nosotros vemos a las gallinas. Las usamos, nuestros hijos juguetean quizás cruelmente con ellas, pero a nadie se le ocurriría designar una embajada en el gallinero más cercano. Son, simplemente, útiles seres de escala inferior. Esto puede ser muy feroz para nuestro orgullo, pero si asignamos a nuestra especie una media de tres millones de años de existencia como homínidos, y si recordamos que el Universo –dicen quienes se supone que saben– tiene entre quince mil y veinte mil millones de años de antigüedad, hay un espacio abismal de tiempo donde otras culturas pudieron haberse desarrollado, colapsado, vuelto a renacer… y aventajarnos por millones de años. Si sabemos que nuestra estructura lógica sería inaprensible, digamos, para un Neandertal de hace unos ciento cincuenta mil años.. ¿cómo por ventura podemos suponer que seríamos indistinguibles de los primates para alguien que nos aventajara «sólo» unos diez o quince millones de años?.

O bien considerar esta otra alternativa: que la línea evolutiva intelectual de esa humanidad, más que superior a la nuestra, haya seguido por derroteros distintos. Por ejemplo: ¿una química compleja basada no en el carbono, como nosotros, sino en el silicio, qué clase de mentalidad generaría?. Fascinante pregunta. O, más acabadamente aún: ¿por qué necesariamente la inteligencia tendría que estar constreñida a cuerpos, formas, sistemas biológicos como es esperable por nosotros?. ¿Qué ocurre si alguna forma de pensamiento puede construirse sobre otros sistemas, como los vegetales?.

El aporte de la Parapsicología a la comunicación con otras especies
De sobra son conocidos los trabajos del experto en polígrafos Cleve Backster en el terreno de la detección de comportamientos y emociones –uno aún se resiste a hablar de «raciocinios» en plantas de todo tipo, por el sencillo y expeditivo método de conectar a algunos ejemplares botánicos sus equipos e interpretar sus resultados. Es interesante destacar que si bien los escépticos de siempre pueden estar en desacuerdo con las teorías de Backster, no pueden refutar los hechos, en tanto y en cuanto éstos son repetibles a voluntad. Extrañamente, entre el coro de risas refutadoras que a través de las últimas décadas se han levantado contra este investigador, ninguna de ellas ha apuntado a los eventos y sí a las conclusiones, y quienes han tratado de dar explicaciones «naturales» a sus experimentos lo hacen desde la mera especulación, sin intentar ollar las mismas sendas. Dicen que es una pérdida de tiempo. Pero sinceramente, bien poco científico me parece el sistema de criticar sin repetir la experiencia porque a priori se la supone un sinsentido.

Bien, decía que se ha escrito mucho sobre los trabajos de este precursor y sus seguidores, pero poco se ha avanzado en buscar aplicaciones prácticas a su tarea. Traigo entonces a colación uno de sus resultados, porque viene a cuento de la teoría que trataré de exponer aquí.

Ocurre que el bueno de Cleve, luego que William M. Bondurant, ejecutivo de la Mary Reynolds Babcock Foundation, de Winston – Salem, Carolina del Norte, le hiciera un donativo de diez mil dólares para avanzar en sus investigaciones, pudo acceder a equipo más sofisticado, entre ellos, un electrocardiógrafo y un electroencefalógrafo. Estos equipos, que normalmente se usan para mensurar las emisiones eléctricas del corazón y el cerebro, tenían la ventaja de no hacer pasar corriente alguna a través de las plantas, porque se limitan a registrar la diferencia en el potencial que descargan. Esto es de suma importancia, porque cualquier reacción sensible inhibe la explicación mecanicista que las reacciones medidas por nuestro estudioso son «simples automatismos» generados por las descargas que otros aparatos pudieran imprimir a la planta objeto del experimento. El cardiógrafo permitió a Backster obtener lecturas diez veces más delicadas que el polígrafo, y el electroencefalógrafo le proporcionaba lecturas más sensibles todavía.

Una contingencia fortuita condujo a Backster a otro campo totalmente distinto de investigación. Una noche, al prepararse a dar un huevo crudo a su fiel doberman observó que una de sus plantas conectadas al polígrafo reaccionó bruscamente en el momento de cascar el huevo. A la noche siguiente, volvió a observar el mismo fenómeno. Inducido por la curiosidad de averiguar qué pudiera «sentir» el huevo, lo conectó con un galvanómetro y observó todo con atención.

Durante nueve horas estuvo obteniendo una grabación activa del huevo, correspondiente al ritmo de las palpitaciones cardíacas del embrión de pollo que posiblemente contenía, las cuales alcanzaban una frecuencia de 160 a 170 latidos por minuto, cabalmente los que corresponden a un embrión de tres a cuatro días. Pero ocurría que el huevo había sido comprado en una tienda local y no estaba fertilizado. Entonces, al abrirlo y observar su contenido, se quedó backster de una pieza al ver que en él no había estructura física circulatoria de ningún género que pudiese explicar la pulsación. Por lo visto, había descubierto una especie de campo de fuerzas no conocidas todavía en el nivel contemporáneo de la ciencia.

Y si ustedes son perspicaces, habrán comprendido hacia dónde estamos orientados: si la materia viva en general posee un campo de fuerza, una radiación de vida que le es propia, cabe absolutamente la posibilidad de que, por resonancia, podamos detectar a distancia –cualquier distancia– emisiones de esa radiación, con la única condición de que entre aquel foco emisor y nosotros existan otras y sucesivas fuentes radiantes de vida. Que es tanto como decir que podríamos cuando menos medir los límites espaciales hacia los que la vida se extiende.

El concepto de los «campos de vida» o «radiaciones V» no es nuevo; podemos rastrear su enunciación hasta la literatura parapsicológica de principios del siglo XX. No en otra cosa pensaba el barón De Rochás cuando formuló la idea de la «fuerza ódica» que, según escribió, parecía emanar de la punta de los dedos de ciertos sensitivos en condiciones de penumbra ambiental. De Rochás fue el primero en señalar el fenómeno de las «radiaciones mitogénicas», un experimento en el cual, si dos plantas son cultivadas de manera que una de las prolongaciones de sus raíces se deslice a medida que se desarrolla dentro de un tubo de vidrio, y se cuida que la raíz «entubada» de la planta A esté dispuesta próxima y en situación perpendicular con la misma de la planta B, el desarrollo de ésta parece ser afectado a medida que dentro del tubo de su congénere progresa la raíz de la primera, al punto de mostrar extrañas deformaciones, como si del extremo de aquella emitiera algún tipo de «rayo» que hiciera colapsar un grupo de células de la «planta víctima». Se me ocurre aquí preguntarme si el fenómeno de «sanación», en ese sentido de razonamiento, más que corresponder (como siempre supuse) a un efecto psicoquinético del curador sobre la estructura patológica del enfermo no corresponderá más bien a un efecto de resonancia entre las «radiaciones de vida» de ambos.

Existe una interesante –y agradable– experiencia que ustedes pueden hacer. Coloquen en su dormitorio –o donde les plazca– una buena cantidad de plantas, lozanas y vitales, preferentemente de largas hojas lanceoladas y algunas cuya savia parece tener un matiz lechoso (ignoro por qué con estas el efecto es más significativo). Luego, mantengan relaciones sexuales en ese ambiente, y observen finalmente la reacción de las plantas. Repítanlo durante varios días. Dos efectos son sensibles. Uno, todas las plantas comienzan a exhalar un olor penetrante, una fragancia similar al del césped fresco cortado (cuiden de no caer durante el acto amatorio sobre las plantas, para no confundir los resultados, claro). Estoy tentado a decir que las plantas se «excitan». Dos –si repiten la experiencia unos cuantos días– hay un extraño tropismo (¿»Gonotropismo»?, ¿»sexotropismo»?, ¿»ferotropismo»?) de las plantas en dirección a la cama, aún a costa de alejarse de la luz natural. No creo que las plantas que he tenido el gusto de conocer sean particularmente lujuriosas, de manera que sospecho que la actividad sexual reactiva en la atmósfera una especie de energía sexual, al estilo de la «energía orgónica» –no orgánica– descubierta y descripta por el doctor Wilhem Reich y hermanada con la idea de que los antiguos ritos de la fertilidad, en el proceso de los cuales las personas tenían relaciones sexuales en campos recién sembrados, podrían haber estimulado el crecimiento de las plantas.

Cierto día de fines de octubre de 1971, el ingeniero electrónico George Lawrence acompañado de un ayudante, se internó en un paraje próximo al poblado de Temecula, al sur de California, una zona libre de interferencias electromagnéticas –por lo menos en ese entonces– para un interesante experimento.

Dedicado a experiencias similares a las de Backster, su aparato tenía una diferencia importante: incorporaba, en un baño de temperatura controlada, el tejido vegetal vivo protegido en un tubo Faraday, que filtra hasta las más leves interferencias electromagnéticas. Lawrence observó que el tejido vegetal vivo es capaz de percibir señales, mucho más sutilmente que los sensores electrónicos. Su teoría era que las radiaciones biológicas transmitidas por seres vivos se reciben mejor en un medio biológico.

El equipo de Lawrence se diferenciaba además considerablemente del de los demás experimentadores, porque no requería electrodos aplicados a las plantas, si están suficientemente apartadas de sus vecinas para eliminar toda interferencia en las señales, como ocurre habitualmente en las áreas desérticas. Lawrence apuntaba a la planta elegida con un tubo sin lente y con una amplia abertura, cuyos ejes ópticos equivalían al eje de diseño del tubo Faraday. A distancias mayores, utilizaba un telescopio en lugar del tubo, y hace más visible la planta colgándole un trapo blanco.

El tejido vivo de Lawrence podía captar una señal direccional a distancias de más de un kilómetro y medio. Para estimular las reacciones de las plantas objeto de su experimento, les infundía previamente una cantidad medida de electricidad, activando el estímulo a control remoto con un cronómetro que le permite regresar a pie o en auto a la estación que «siente». Realizaba sus experimentos de exploración en las estaciones más frías, cuando la vegetación está dormida en su mayor parte, a fin de tener la seguridad de que señales procedentes de otras plantas no están alterando sus mediciones.

Las perturbaciones en el tejido vivo de su aparato grabador no se detectan visualmente por medio de una aguja sino acústicamente, por medio de un silbido bajo, continuo e igual, similar al producido por un generador de ondas sinusoidales, que cambia en una serie de pulsaciones distintas cuando recibe señales de una planta.

El día de su llegada al Oak Grove Park, Lawrence se sentó con su ayudante a tomar un bocadillo a últimas horas de la tarde, a unos diez metros de su instrumento, que quedó enfocado vagamente al cielo. Acababa de dar un mordisco a su lieberwurst (especie de salchichón judío fuertemente condimentado) cuando el silbido continuado procedente de su equipo fue interrumpido por una serie de pulsaciones claras. Lawrence, que todavía no había ingerido su embutido, pero que había hecho perfectamente la digestión del efecto Backster, creyó que aquellas señales podían haber sido producidas al haber matado algunas células del salchichón. Pero, pensándolo más serenamente, recordó que esas células estaban ya biológicamente muertas. Al comprobar el estado de sus instrumentos, la señal acústica se siguió produciendo, con gran asombro de su parte; una cadena de pulsaciones durante más de media hora, hasta que volvió el silbido continuado y monótono, indicio de que ya no iba a haber más señales. Estas tenían que proceder de alguna parte, y como el aparato había estado apuntando todo el tiempo hacia el cielo, asaltó a Lawrence la idea fantástica de que alguien o algo estaba transmitiendo desde el espacio exterior.

Resistiéndose a llegar a una conclusión prematura (en el sentido de que hubiera captado una señal inteligente procedente de los abismos cósmicos a través del tejido de una planta) Lawrence pasó varios meses perfeccionando su equipo, para convertirlo en “una estación de campos biodinámicos con que recibir señales interestelares”, según sus propias palabras.

En abril de 1972, ya estaba su equipo lo bastante perfeccionado para apuntar de nuevo en la misma dirección en que había obtenido la reacción extraña al morder su salchichón. Como especialista en rayos láser y autor del primer libro técnico sobre la materia que se publicó en Europa, Lawrence había tomado nota exacta de la dirección en que estaba apuntando su aparato en aquel momento, y observó que enfocaba a la Osa Mayor, constelación de siete estrellas situada en la región del Polo Norte celeste. Para estar seguro de que el equipo quedase distante de la mayor parte posible de formas de vida, Lawrence enfiló con su vehículo hacia el llamado Cráter de Pisgah, promontorio volcánico de setecientos metros de altura que se eleva en medio del árido desierto de Mojave. El cráter está rodeado de yacimientos de lava donde no brota una sola brizna de hierba. Enfocando su telescopio junto con el tubo Faraday, una cámara, un monitor electromagnético de interferencia y la cámara de tejido orgánico, a las coordenadas celestes que le daban la dirección general de la Osa Mayor, abrió su señal de audio. A los noventa minutos, su equipo volvió a captar un conjunto reconocible de señales, pero más breve que el de la vez anterior. Según Lawrence, los períodos entre la serie rápida de pulsaciones fluctuaron entre tres y diez minutos aproximadamente durante un período de varias horas, mientras monitoreaba un solo lugar en el cielo.

Habiendo repetido, pues, con éxito sus observaciones de 1971, empezó a pensar si no habría hecho accidentalmente un descubrimiento científico de proporciones extraordinarias. No tenía idea de cuál podría ser la procedencia de las señales, ni de quién o qué las estaba transmitiendo, pero le parecía sumamente posible que el desplazamiento galáctico tuviese algo que ver con su origen. “Las señales podrían estar esparciéndose desde el ecuador de la Vía Láctea, que tiene una densa población de estrellas”, calculaba Lawrence. “Tal vez estábamos recibiendo algo desde esa zona más bien que de la Osa Mayor”.

Después de haber obtenido en el desierto de Mojave la confirmación de sus primeras observaciones, continuó las pruebas de laboratorio en su residencia, enfocando la máquina a las mismas coordenadas y dejándola en esa posición.

Dice que tuvo que esperar semanas y hasta meses para que le llegasen señales, pero que, cuando por fin las capturaba, era indudable que algo extraño se recibía. Una de ellas producía una especie de pulsación, audible en forma de un “brrrrrrr-bip-bip” que, según Lawrence, no ha logrado ninguna entidad terrestre. Presionado para que diese alguna explicación de aquellas extrañas señales y su naturaleza, dijo: “No creo que estén dirigidas a seres de la Tierra. Creo que estamos ante transmisiones entre grupos de iguales, y como no sabemos nada de comunicaciones biológicas, quedamos sencillamente excluidos de estas “conversaciones” ”.

Deduciendo que aquellos hallazgos podían ser de importancia trascendental y anunciar un nuevo sistema de comunicación no imaginado todavía siquiera, Lawrence mandó una copia de su cinta de octubre de 1971, junto con un informe de siete páginas, al Instituto Smithsoniano de Washington, donde se le custodia. El informe termina así: “Se ha observado un conjunto aparente de señales de comunicación interestelar, de origen y destino desconocidos. Como su intercepción fue hecha por sensores biológicos, cabe suponer que se trata de una transmisión de señales de tipo biológico. Los experimentos de prueba se realizaron en un área electromagnética de frontra profunda, con un equipo refractario a radiaciones electromagnéticas. En las pruebas subsiguientes no se revelaron defectos de equipo. Como no se están llevando a cabo experimentos continuados de escucha interestelar, presentamos la sugerencia de que se lleven a cabo en cualquier parte, si es posible a escala global, pruebas de verificación. El fenómeno es demasiado importante para pasarlo por alto”.

Pruebas a escala global. Quizás, así al unísono, se reuniera la información suficiente para decodificar la pulsación de la vida en el cosmos. Y es cierto que sabemos poco, nada, de comunicaciones biológicas, aun cuando debería animarnos en su profundización, pues la comunicación biológica es a nuestra «moderna» comunicación electrónica, lo que ésta es a la mecánica, la de los viejos tiempos de semáforos fijos que elevaban y bajaban sus brazos, tubos neumáticos y silbatos.

Pero extrañamente, los estudios de Lawrence han sido arrumbados en el olvido. Extrañamente, iba en la misma senda que el cirujano argentino, ya fallecido, doctor Enrique Briggiler, cuando postulaba (y experimentaba) una comunicación biológica con entidades a través del espacio (ver al respecto mi nota “El Cuarto Estado: Técnicas Bioelectrónicas de Comunicación Extraterrestre” en Al Filo de la Realidad Nº 15). Quizás no extrañamente, Briggiler falleció prematuramente y Lawrence, como tantos otros, él y su trabajo condenados al ostracismo. Pero volveremos sobre ello en otro trabajo.

Abundar en este campo fascinante de trabajo implica comenzar a familiarizarse no sólo con la idea de un campo radiante de vida que interpenetra el universo, sino con que el límite entre lo «no vivo» y lo «vivo» no sería tan claro como pareciese. En 1899, el científico hindú Chandra Bose observó el caso extraño de que un radioconductor mecánico para recibir las ondas de radio perdía sensibilidad cuando se le usaba continuamente, pero recuperaba su estado normal tras un período de descanso. Esto le llevó a la conclusión de que, por inconcebible que pareciese, los metales pueden recuperarse de la «fatiga» de manera semejante a como recobran sus energías los animales e individuos cansados. Incidentalmente, es interesante hacer notar –sobre lo que podremos dar testimonio todos quienes hemos trabajado en «piramidología», es decir, el uso de réplicas a escala de la pirámide Kufu– que luego de una cantidad cíclica y regular de días la pirámide también parece «resentirse» y mermar su efecto sobre los elementos a ella expuestos, pero que desorientándola (o descargándola) por veinticuatro horas o menos recupera todo su potencial inicial.

Pero volviendo a Bose, esas observaciones lo llevaron a iniciar un estudio comparativo de las curvas de la reacción molecular en las sustancias inorgánicas con las de los tejidos animales vivos.

Con gran asombro y sorpresa, advirtió que las curvas producidas por el óxido magnético de hierro ligeramente calentado se parecían notablemente a las de los músculos. En ambas disminuía la reacción y la recuperación con el exceso de trabajo y la fatiga consiguiente podía desaparecer en virtud de un masaje delicado, o de un baño con agua caliente. Otros componentes metálicos reaccionaban de manera parecida a los animales. Cuando se limpiaba una superficie metálica grabada con ácidos para eliminar hasta la última señal impresa en ella, mostraba reacciones en las partes tratadas por el ácido que no se advertían en las otras. Bose atribuía cierto tipo de memoria del tratamiento a las secciones afectadas. En el potasio observó que su poder de recuperación se perdía casi totalmente si se le trataba con diversas sustancias extrañas: esto parecía análogo a las reacciones del tejido muscular a los venenos. Aunque se cría que las plantas deseaban cantidades ilimitadas de anhídrido carbónico o dióxido de carbono, Bose averiguó que un volumen excesivo de este gas podía sofocarlas pero que, en ese caso, podía volvérseles a la vida con oxígeno, como a los animales. Lo mismo que los seres humanos, las plantas se intoxicaban al inyectárseles güisqui o ginebra, se tambaleaban como un borracho en una cantina, se desmayaban y volvían con el tiempo en sí, manifestando señales de una soberana resaca. Estos descubrimientos y centenares de datos diversos fueron publicados en dos gruesos volúmenes en los años 1906 y 1907, bajo el título de “La reacción de las plantas como medio para la investigación fisiológica”. Aún más, con un aparato de su invención que denominó «morógrafo», y que era básicamente un «tester» adaptado, Bose detectó que en el momento de morir una planta proyecta una enorme fuerza eléctrica. Quinientos porotos verdes pueden desarrollar hasta quinientos voltios, suficientes para fritar al cocinero si no fuera porque raramente se conectan en serie los porotos.

Esta difusa separación entre lo «vivo» y lo «no vivo» se potencia con la hipótesis de que hasta los cristales tienen vida. O, cuanto menos, sexo, que no es poco.

En 1928, Jovillet-Castelot consignó en sus «Estudios de Hiperquímica» una curiosa declaración hecha por el doctor Manuilov a la agencia Tass. En el curso de unos trabajos realizados con vistas a determinar el sexo de hombres, animales y plantas por medio de pruebas radiactivas, Manuilov tuvo la idea de hacer algunos ensayos con animales.

«Me llamó la atención en primer lugar el hecho de que un solo y mismo material tiene dos formas cristalizadas –por ejemplo, la de cubo y la de octaedro– absolutamente idénticas en cuanto a sus propiedades químicas. A fin de determinar el sexo, yo había sometido la sangre humana y la de los animales, así como los extractos de jugos de las plantas, a una reacción especial. Sometí igualmente a la misma reacción diferentes formas cristalizadas de una sola y misma especie de mineral. Hice este experimento empleando el mineral más típico, la pirita. La pirita, cristalizada en cubo, dio una decoloración de la sustancia en la que la había sumergido, es decir, una reacción típicamente masculina. Al sumergir la pirita cristalizada en octaedro en la misma sustancia, la coloreó, es decir, dio una reacción femenina típica. Repetí este experimento con once minerales diferentes, y obtuve siempre los mismos sorprendentes resultados.»

No me atrevo a afirmar que mis experimentos conduzcan a una conclusión definitiva e inmutable sobre la existencia de sexo en los minerales; me limito a confirmar un notable fenómeno, observado en un caso dado. Después de unos experimentos prolongados en este campo, espero poder demostrar la existencia de un sistema único y armónico de clasificación de todos los organismos del universo entero en categorías masculina y femenina, empezando por el hombre y descendiendo hasta la piedra».

Vida en la materia inerte. Aquí, golosamente, he detenido mi teclear en el ordenador y dedicado largos minutos a repasar lo poco que conozco de Alquimia. Y recuerdo que sempiternamente los alquimistas iniciados trataban a la materia como algo vivo, algo que nace y muere, que se reproduce, que aprende… pero no cederé a la fácil tentación de extenderme sobre esta profunda y sabia disciplina, lo que dejaré para otra ocasión.

Pero encontrar esta relación estrecha entre todo lo vivo en el universo, y a su vez entre lo vivo y lo no vivo, permite entender la idea de unicidad que campea por todo el Ocultismo, lo que, cuanto menos, explica a mis lectores el porqué de mi tediosa insistencia en hermanar reflexiones esotéricas a la investigación OVNI y mi empecinada convicción de que será esta línea de aproximación la que cualitativamente nos permitirá, quizás, comprender algo nuevo de la fenomenología.

Lo que sí debo ahondar, es mi teoría –en buena medida ya enunciada por otros colegas– que me lleva a suponer que si las comunicaciones biológicas son algo factible y mucho más óptimo que las electrónicas (por lo menos, hasta tanto nuestra primitiva evolución nos haga asequibles quizás a las telepáticas que, después de todo, no dejan de ser una sutileza de las comunicaciones biológicas) y la biología de un punto cualquiera del cosmos puede resonar con otro cualquiera, es entonces muy posible que los agrogramas (ya saben, los «círculos en las cosechas») sí sean ciertamente mensajes cósmicos. No inscriptos, impresos por tripulantes de un OVNI paseándose en las noches de los campos, sino quizás apenas «ecos» inteligibles y ordenados de un emisor vivo en algún lugar del espacio profundo. Su propia concentración en proximidades de megalitos y enclaves prehistóricos puede estar asociado a las líneas de fuerza que se han detectado fluyendo de estos puntos, como si la resonancia que les da forma y sentido se materializara en cercanías de aquellos sitios catalizadores de ese «campo universal de vida» (ver al respecto el artículo “Un enigma: las líneas “ley” » en Al Filo de la Realidad Nº 32). Sólo nos queda –casi nada– interpretar el mensaje.

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